DOMINGO XXX - C (23 de octubre del 2022)
Proclamación del Evangelio según San Lucas 18, 9 - 14:
18:9 Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
18:10 "Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano.
18:11 El fariseo, de pie, oraba en voz baja: "Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano.
18:12 Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas".
18:13 En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!"
18:14 Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado". PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados amigos(as) en el Señor Paz y Bien.
“Un hombre importante le preguntó: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?" (Lc 18,18). El domingo anterior se nos ha dicho que, si queremos heredar la vida eterna hace falta que seamos hombres de oración (Lc 18,1) y que, seamos hombres de fe (Lc 18,8). De hecho los discípulos a sugerencia del Señor (Mt 7,7) piden estos dos dones: “Señor enséñanos a orar (Lc 11,1) y, Seños auméntanos la fe (Lc 17,5). Dos dones que se complementan: A mayor oración mayor fe y a menor oración menor es nuestra fe. Y a menor fe estamos más alejados de Dios.
La enseñanza de este domingo trae un caso especial de oración: ·El fariseo, de pie, oraba en voz baja: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas" (Lc 18,11). En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!" (Lc18,13). La oración del publicano fue escuchado por Dios y la oración del fariseo no fue escuchado por Dios.
Dios que es justo dará tarde o temprano a todo el que le pide con insistencia (Lc 18.8). Está claro que hay requisitos o condiciones mínimas para que seamos escuchados. Así por ejemplo se nos manifiesta en los siguientes episodio: ¿Existe acaso una nación tan grande que tenga sus dioses cerca de ella, como el Señor, nuestro Dios, que está cerca de nosotros siempre que lo invocamos? (Dt 4,7). “Cuando ustedes me invoquen y vengan a suplicarme, yo los escucharé; cuando me busquen, me encontrarán, pero siempre y cuando me busquen con un corazón puro y sincero” (Jer 29,12). “Cuando extienden sus manos, yo cierro mis ojos; por más que multipliquen las plegarias, yo no les escucho: Porque sus manos están llenas de sangre!¡Lávense, purifíquense, aparten de mi vista la maldad de sus acciones! Dejen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien!¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda!” (Is 1,15). Pero si poseemos un corazón puro y limpio, no solo nos da Dios lo que le pedimos, sino que Él mismo se nos da” (Mt 5,8).
El evangelio de hoy nos permite responder a la pregunta ¿Qué tipo de oración es la que Dios escuchará? Pero también conviene preguntarnos ¿Por qué orar, como orar, para que orar?
“El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar: La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (NC Nº 27).
De muchas formas y hasta el día de hoy, los hombres han expresado su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales que bien se puede llamar al hombre un ser religioso (NC 28). Por este don es como el hombre se diferencia de toda criatura y por algo tiene el título de “Ser imagen y semejanza de Dios” (Gn 1,26). Y este tesoro lo llevamos en vasijas de barro (2 Cor 4,7). Mismo Jesús nos aconseja: “Oren para no caer en la tentación” (Mt 26,41).
La oración es la elevación del alma al encuentro con Dios o la petición a Dios de bienes convenientes. ¿Desde dónde hablamos cuando oramos?: Desde la postura del fariseo (Lc 18,11), desde la postura del publicano (Lc 18,13). ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde lo más profundo de nuestro ser (Sal 130, 1) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado (Lc 18,14). La humildad es la base de la oración. “Nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre por ser criatura es un mendigo de Dios quiera o no aceptar su realidad. Por eso naturalmente busca alabar a Dios como el salmista bien lo dice: “Abre mis labios, Señor, y mi boca proclamará tu alabanza. Los sacrificios no te satisfacen; si ofrezco un holocausto, no lo aceptas. Mi sacrificio es un espíritu contrito, tú no desprecias el corazón contrito y humillado” (Slm. 50,17).
“Si tú supieras y conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber”(Jn 4, 10). La maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed (Jn 6,28), su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él. “Tú le habrías rogado a él, y él te habría dado agua viva” (Jn 4, 10). Nuestra oración de petición es paradójicamente una respuesta. Respuesta a la queja del Dios vivo: “A mí me dejaron, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas” (Jr 2, 13), respuesta de fe a la promesa gratuita de salvación (Jn 7, 37-39; Is 12, 3), respuesta de amor a la sed del Hijo único (Jn 19, 28; Za 12, 10).
La oración como encuentro: ¿De dónde viene la oración? Cualquiera que sea el lenguaje de la oración (gestos y palabras), el que ora es todo el hombre. Sin embargo, para designar el lugar de donde brota la oración, las sagradas Escrituras hablan a veces del alma o del espíritu, y con más frecuencia del corazón (más de mil veces). Es el corazón el que ora. Si este está alejado de Dios, la expresión de la oración es vana (Lc 18,11).
El corazón es la morada donde se hace el encuentro (según la expresión semítica o bíblica: donde yo “me adentro”). Es nuestro centro escondido, inaprensible, ni por nuestra razón ni por la de nadie; sólo el Espíritu de Dios puede sondearlo y conocerlo. Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la muerte. Es el lugar del encuentro, ya que a imagen de Dios, vivimos en relación: es el lugar de la Alianza (NC 2563). La oración es una relación de Alianza entre Dios y el hombre en Cristo. Es acción de Dios y del hombre; brota del Espíritu Santo y de nosotros, dirigida por completo al Padre, en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre.
Hoy se nos puso esta parábola: De un hombre bueno que desde el corazón (Lc 18,13) y un hombre malo que ora desde ego o la razón (Lc 18,11). Un hombre que se acerca hasta el mismo altar y otro que se queda lejos, al fondo de la Iglesia avergonzado de sí mismo y de su vida, ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo porque no se siente digno. Por otra parte, una vida complicada. ¿Tendrá que dejar su oficio de publicano? ¿Cómo devolver el dinero que ha robado? A decir verdad, un hombre atrapado por su propia realidad. ¿Qué le puede decir a Dios, si va a seguir siendo publicano, porque la necesidad le obliga? Sólo le queda un camino: “Pedir compasión.” “¡Oh Dios! ten compasión de este pecador!” (Lc18,14).
Sabe que los hombres no le comprenderán y sabe que seguirá sintiéndose rechazado por los buenos. Allí mismo escucha la oración del bueno que le rechaza y acusa delante de Dios: “Gracias porque no soy como los demás hombres. Ni como ese publicano”. Y sabe que seguirá siendo el pecador de todos los días. Hay momentos en los que solo queda un camino: volcarse en la “misericordia y compasión de Dios”. Además, algo desconcertante. La conclusión de Jesús: “Os digo que este bajó a su casa justificado y aquel no.” (Lc 18,14).
Imagino de los peores pecadores. Por ejemplo de los separados por el fracaso en el matrimonio y de los convivientes ¿Qué les queda para poder levantar de nuevo los ojos a Dios y darle gracias? Porque están excluidos del sacramento de la Penitencia y de la Eucaristía? Posiblemente solo les quede la misericordia y la comprensión de Dios. ¿No justificará Dios a estas parejas? Yo no tengo la respuesta, pero sí confío en la misericordia de Dios.
Dos hombres orando. Dios hombres delante de Dios. El uno, muy inflado de sí mismo (Lc 18,11). El otro hecho un calamidad detrás de una columna. El primero, ¿saben cómo ora? Parecía un contar que le pasaba las cuentas a Dios. Él no necesitaba de Dios, sencillamente le contaba lo bueno que era. Y peor todavía, su oración consistía en contarle a Dios lo bueno que era él, mucho más buenos que los demás que eran todos unos pecadores. ¿Bonita oración, verdad? Ponerse a orar despreciando al resto. Él era el único ayuna dos veces por semana, pagaba el diezmo de todo lo que tenía. Además no era ladrón como los demás, adúlteros como los demás, injusto como los demás, por ejemplo, como ese pobre publicano, que consciente de su condición de pecador, escondía el rostro entre sus manos y clamaba misericordia, comprensión y perdón.
El creerse lo que uno es está bien, el creerse superior al resto ya no está según Dios, y menos todavía compararse con los demás y despreciarlos. Este buenazo, que se pasaba de bueno, volvió a casa, lejos de Dios. En cambio, el pobre publicano volvió a casa justificado, perdonado, amado y llevado de la mano de Dios (Lc 18,14).
En el salmo 101 se dice “A los que en secreto difaman a su prójimo –dice Dios- los haré callar, ojos ingeridos y corazones arrogantes no lo soportare” Pero dice también Dios en el salmo 50: “Un corazón quebrantado y humillado nunca desprecia” Por tanto de que depende que Dios escuche nuestras oraciones sino acercarse a Él con un corazón contrito y humillado por nuestras miserias y pecados.
Proclamación del Evangelio según San Lucas 18, 9 - 14:
18:9 Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
18:10 "Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano.
18:11 El fariseo, de pie, oraba en voz baja: "Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano.
18:12 Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas".
18:13 En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!"
18:14 Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado". PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados amigos(as) en el Señor Paz y Bien.
“Un hombre importante le preguntó: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?" (Lc 18,18). El domingo anterior se nos ha dicho que, si queremos heredar la vida eterna hace falta que seamos hombres de oración (Lc 18,1) y que, seamos hombres de fe (Lc 18,8). De hecho los discípulos a sugerencia del Señor (Mt 7,7) piden estos dos dones: “Señor enséñanos a orar (Lc 11,1) y, Seños auméntanos la fe (Lc 17,5). Dos dones que se complementan: A mayor oración mayor fe y a menor oración menor es nuestra fe. Y a menor fe estamos más alejados de Dios.
La enseñanza de este domingo trae un caso especial de oración: ·El fariseo, de pie, oraba en voz baja: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas" (Lc 18,11). En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!" (Lc18,13). La oración del publicano fue escuchado por Dios y la oración del fariseo no fue escuchado por Dios.
Dios que es justo dará tarde o temprano a todo el que le pide con insistencia (Lc 18.8). Está claro que hay requisitos o condiciones mínimas para que seamos escuchados. Así por ejemplo se nos manifiesta en los siguientes episodio: ¿Existe acaso una nación tan grande que tenga sus dioses cerca de ella, como el Señor, nuestro Dios, que está cerca de nosotros siempre que lo invocamos? (Dt 4,7). “Cuando ustedes me invoquen y vengan a suplicarme, yo los escucharé; cuando me busquen, me encontrarán, pero siempre y cuando me busquen con un corazón puro y sincero” (Jer 29,12). “Cuando extienden sus manos, yo cierro mis ojos; por más que multipliquen las plegarias, yo no les escucho: Porque sus manos están llenas de sangre!¡Lávense, purifíquense, aparten de mi vista la maldad de sus acciones! Dejen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien!¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda!” (Is 1,15). Pero si poseemos un corazón puro y limpio, no solo nos da Dios lo que le pedimos, sino que Él mismo se nos da” (Mt 5,8).
El evangelio de hoy nos permite responder a la pregunta ¿Qué tipo de oración es la que Dios escuchará? Pero también conviene preguntarnos ¿Por qué orar, como orar, para que orar?
“El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar: La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (NC Nº 27).
De muchas formas y hasta el día de hoy, los hombres han expresado su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales que bien se puede llamar al hombre un ser religioso (NC 28). Por este don es como el hombre se diferencia de toda criatura y por algo tiene el título de “Ser imagen y semejanza de Dios” (Gn 1,26). Y este tesoro lo llevamos en vasijas de barro (2 Cor 4,7). Mismo Jesús nos aconseja: “Oren para no caer en la tentación” (Mt 26,41).
La oración es la elevación del alma al encuentro con Dios o la petición a Dios de bienes convenientes. ¿Desde dónde hablamos cuando oramos?: Desde la postura del fariseo (Lc 18,11), desde la postura del publicano (Lc 18,13). ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde lo más profundo de nuestro ser (Sal 130, 1) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado (Lc 18,14). La humildad es la base de la oración. “Nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre por ser criatura es un mendigo de Dios quiera o no aceptar su realidad. Por eso naturalmente busca alabar a Dios como el salmista bien lo dice: “Abre mis labios, Señor, y mi boca proclamará tu alabanza. Los sacrificios no te satisfacen; si ofrezco un holocausto, no lo aceptas. Mi sacrificio es un espíritu contrito, tú no desprecias el corazón contrito y humillado” (Slm. 50,17).
“Si tú supieras y conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber”(Jn 4, 10). La maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed (Jn 6,28), su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él. “Tú le habrías rogado a él, y él te habría dado agua viva” (Jn 4, 10). Nuestra oración de petición es paradójicamente una respuesta. Respuesta a la queja del Dios vivo: “A mí me dejaron, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas” (Jr 2, 13), respuesta de fe a la promesa gratuita de salvación (Jn 7, 37-39; Is 12, 3), respuesta de amor a la sed del Hijo único (Jn 19, 28; Za 12, 10).
La oración como encuentro: ¿De dónde viene la oración? Cualquiera que sea el lenguaje de la oración (gestos y palabras), el que ora es todo el hombre. Sin embargo, para designar el lugar de donde brota la oración, las sagradas Escrituras hablan a veces del alma o del espíritu, y con más frecuencia del corazón (más de mil veces). Es el corazón el que ora. Si este está alejado de Dios, la expresión de la oración es vana (Lc 18,11).
El corazón es la morada donde se hace el encuentro (según la expresión semítica o bíblica: donde yo “me adentro”). Es nuestro centro escondido, inaprensible, ni por nuestra razón ni por la de nadie; sólo el Espíritu de Dios puede sondearlo y conocerlo. Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la muerte. Es el lugar del encuentro, ya que a imagen de Dios, vivimos en relación: es el lugar de la Alianza (NC 2563). La oración es una relación de Alianza entre Dios y el hombre en Cristo. Es acción de Dios y del hombre; brota del Espíritu Santo y de nosotros, dirigida por completo al Padre, en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre.
Hoy se nos puso esta parábola: De un hombre bueno que desde el corazón (Lc 18,13) y un hombre malo que ora desde ego o la razón (Lc 18,11). Un hombre que se acerca hasta el mismo altar y otro que se queda lejos, al fondo de la Iglesia avergonzado de sí mismo y de su vida, ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo porque no se siente digno. Por otra parte, una vida complicada. ¿Tendrá que dejar su oficio de publicano? ¿Cómo devolver el dinero que ha robado? A decir verdad, un hombre atrapado por su propia realidad. ¿Qué le puede decir a Dios, si va a seguir siendo publicano, porque la necesidad le obliga? Sólo le queda un camino: “Pedir compasión.” “¡Oh Dios! ten compasión de este pecador!” (Lc18,14).
Sabe que los hombres no le comprenderán y sabe que seguirá sintiéndose rechazado por los buenos. Allí mismo escucha la oración del bueno que le rechaza y acusa delante de Dios: “Gracias porque no soy como los demás hombres. Ni como ese publicano”. Y sabe que seguirá siendo el pecador de todos los días. Hay momentos en los que solo queda un camino: volcarse en la “misericordia y compasión de Dios”. Además, algo desconcertante. La conclusión de Jesús: “Os digo que este bajó a su casa justificado y aquel no.” (Lc 18,14).
Imagino de los peores pecadores. Por ejemplo de los separados por el fracaso en el matrimonio y de los convivientes ¿Qué les queda para poder levantar de nuevo los ojos a Dios y darle gracias? Porque están excluidos del sacramento de la Penitencia y de la Eucaristía? Posiblemente solo les quede la misericordia y la comprensión de Dios. ¿No justificará Dios a estas parejas? Yo no tengo la respuesta, pero sí confío en la misericordia de Dios.
Dos hombres orando. Dios hombres delante de Dios. El uno, muy inflado de sí mismo (Lc 18,11). El otro hecho un calamidad detrás de una columna. El primero, ¿saben cómo ora? Parecía un contar que le pasaba las cuentas a Dios. Él no necesitaba de Dios, sencillamente le contaba lo bueno que era. Y peor todavía, su oración consistía en contarle a Dios lo bueno que era él, mucho más buenos que los demás que eran todos unos pecadores. ¿Bonita oración, verdad? Ponerse a orar despreciando al resto. Él era el único ayuna dos veces por semana, pagaba el diezmo de todo lo que tenía. Además no era ladrón como los demás, adúlteros como los demás, injusto como los demás, por ejemplo, como ese pobre publicano, que consciente de su condición de pecador, escondía el rostro entre sus manos y clamaba misericordia, comprensión y perdón.
El creerse lo que uno es está bien, el creerse superior al resto ya no está según Dios, y menos todavía compararse con los demás y despreciarlos. Este buenazo, que se pasaba de bueno, volvió a casa, lejos de Dios. En cambio, el pobre publicano volvió a casa justificado, perdonado, amado y llevado de la mano de Dios (Lc 18,14).
En el salmo 101 se dice “A los que en secreto difaman a su prójimo –dice Dios- los haré callar, ojos ingeridos y corazones arrogantes no lo soportare” Pero dice también Dios en el salmo 50: “Un corazón quebrantado y humillado nunca desprecia” Por tanto de que depende que Dios escuche nuestras oraciones sino acercarse a Él con un corazón contrito y humillado por nuestras miserias y pecados.