DOMINGO XX - A (20 de Agosto del 2023)
Proclamación del Santo Evangelio Según San Mateo 15,21-28:
15:21 Jesús se dirigió hacia el país de Tiro y de Sidón.
15:22 Entonces una mujer cananea, que salió de aquella región,
comenzó a gritar: "¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí! Mi hija está
terriblemente atormentada por un demonio".
15:23 Pero él no le respondió nada. Sus discípulos se
acercaron y le pidieron: "Señor, atiéndela, porque nos persigue con sus
gritos".
15:24 Jesús respondió: "Yo he sido enviado solamente a
las ovejas perdidas del pueblo de Israel".
15:25 Pero la mujer fue a postrarse ante él y le dijo:
"¡Señor, socórreme!"
15:26 Jesús le dijo: "No está bien tomar el pan de los
hijos, para tirárselo a los cachorros".
15:27 Ella respondió: "¡Y sin embargo, Señor, los
cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!"
15:28
Entonces Jesús le dijo: "Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu
deseo!" Y en ese momento su hija quedó curada. PALABRA DEL SEÑOR.
Estimados(as) hermanos(as) en el Señor Paz y Bien.
El evangelio del domingo pasado nos constato cómo JC
decía a Pedro -dándole la mano cuando acobardado creía hundirse-:
"¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?"(Mt 14,31) . Quien merecía
esta reprimenda era el discípulo que había ido siempre con el Señor, el que
se adelantaba para hablar en nombre de los apóstoles, el que -como
escucharemos el domingo próximo- es el primero en proclamar su fe en
Jesús como Mesías, como Cristo. Pero Jesús le dice: ¡Qué poca fe! En
cambio hoy hemos escuchado una exclamación totalmente diversa de JC:
"Mujer, qué grande es tu fe"(Mt 15,28). Toda la narración que
hemos escuchado está dirigida a presentarnos con una expresión mordiente
la admiración de Jesús ante la fe de aquella mujer. Y quien merece esta
admiración no es un apóstol, ni un discípulo, ni un judío piadoso... sino
una mujer extranjera, de otra religión. Una mujer extranjera que con la
tenacidad de su fe consigue, primero, crispar a los discípulos y,
después, variar la línea de conducta de JC.
Señor ¿Serán pocos los que se salven? (Lc 13,23); “Quien
cree y se bautice se salvara, quien no cree se condenara” (Mc 16,16). Israel,
sí; pero también todos cuantos creen (Mt 15, 21-28) No hay más que leer un
poco atentamente este pasaje para darse cuenta de la intención de S.
Mateo: poner de relieve el universalismo de la salvación. Sus lectores son
sobre todo judeo-cristianos y sin duda están orgullosos de haber sido
elegidos como Pueblo de Dios. Una mujer no-judía pide un milagro. Jesús no le
responde. Esta actitud provoca la intervención de los discípulos que
siguen situándose en el nivel material de los acontecimientos. S. Mateo,
evidentemente, hace resaltar la respuesta que les da Jesús: "Sólo he
sido enviado a las ovejas perdidas de Israel". Esta dura respuesta
debería, de suyo, contentar a los judíos y a los judeo-cristianos.
Pero sucede que la mujer no-judía hace una profesión de fe
conmovedora en su humildad. Y Jesús queda visiblemente impresionado:
"Mujer, grande es tu fe; que se realice lo que deseas".
El anuncio del Evangelio, la salvación se ofrece también a
los paganos que creen. Esto es lo que quiere enseñar, principalmente, el
Evangelio de hoy. No se requiere ser del pueblo elegido, pues también los
que no lo son pueden acceder a la salvación si creen activamente. Su fe
termina por vencer todos los obstáculos.
Para nosotros, hoy, la actitud de esta mujer, que insiste
con toda la penetración que le da su fe, es una lección muy importante
que debemos recibir con gratitud. Vemos en ella una seguridad en su
esperanza que nos deja confundidos. La cananea acepta ser considerada
como un "perro", una mera "pagana" en relación con los
hijos que son los judíos. Pero no se resigna a creer que ella no pueda
recibir una gracia de Jesús si cree en El, como efectivamente cree.
Una casa en la que recen todos los pueblos (Is 56, 1.6-7). Puede surgir la pregunta de por qué el autor de este texto hace tanto hincapié en la situación religiosa de los extranjeros. Se debe a que al ser muchos, se creaba un verdadero problema, tanto para los mismos judíos como para ellos que se veían excluidos de la vida de la ciudad.
El autor recuerda que la salvación esta ligada, sobre todo,
a una actitud que hay que tomar y no depende, en primer lugar, de la
pertenencia a una nación. Lo fundamental es practicar el derecho y la
justicia. Y esto lo pueden hacer también los extranjeros, que se
transforman así en siervos del Señor y pueden observar el sábado y vincularse a
la Alianza.
Cuantos conducen así su vida, pueden acceder a la montaña
santa del Señor. Serán felices en la casa de oración y sus holocaustos y
sacrificios serán aceptados. La afirmación es importante. Es una ruptura con
todo lo que pueda ser nacionalismo de la salvación y pretensión de
monopolizar la Alianza y la oración. El autor pone en boca del Señor:
"Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos". Es
verdad que este texto universalista no es ni el único, ni el primero en
el Antiguo Testamento. Ya en Amós podemos ver que el Señor invita al
Templo a los Filisteos y a los Arameos (9, 7), como en el texto que
leemos hoy, los extranjeros pueden acceder a la salvación si se someten al
Señor (Am 1, 3.2, 3). Hay otros pasajes en los que vemos a extranjeros
llegar a Jerusalén para conocer la salvación que procede de Dios y de su
Ley, y les vemos, también, convertirse al Dios vivo (Is 45, 14-17.20-25).
Podemos asistir a la conversión de Egipto y de Asiria (Is 19, 16-25). El
Señor reúne a todas las naciones y a todas las lenguas (Is 66, 18-21). Pero
los judíos están lejos de admitir este universalismo; los peligros de
corrupción que han experimentado, no sin graves perjuicios, durante su
cautividad, les empujan a encerrarse en sí mismos. Lo que más predomina,
entre ellos, es un fuerte exclusivismo (Esd 9-10) y un cierto
proselitismo, cosas que también podemos constatar en el texto que hoy
proclamamos.
El salmo 66, responsorial de hoy, canta el universalismo, y
nosotros, cristianos, lo debemos cantar pensando en lo que significa la
palabra "católica" referida a la Iglesia.
¡Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos
te alaben. Ilumine su rostro sobre nosotros, conozca la tierra tus caminos, todos
los pueblos tu salvación!
Todos los pueblos pueden alcanzar misericordia (Rm 11,
13-32). La carta de S. Pablo se expresa en términos fuertes y podemos imaginar
la conmoción del Apóstol al escribir estas líneas que escuchamos hoy.
Está hasta tal punto convencido de la llamada a los paganos y de su
misión para con ellos, que desea provocar la envidia de los judíos cuando
caigan en la cuenta de la salvación dada a los paganos. Efectivamente, la
cosa es dolorosa para los judíos. Infieles y rechazados, constatan ahora
que la Alianza ha pasado a los paganos. El mundo ha sido reconciliado con Dios
y el Señor no ha reservado sus privilegios en exclusiva para el pueblo
que en otro tiempo eligió. Pero S. Pablo afronta también el tema de la
vuelta de los judíos y la considera como una reintegración, semejante a
la vida para los que murieron. Vida de Dios para los que no creyeron.
Existe pues un doble movimiento: Por un lado, los paganos no participaban de
la vida; ahora viven la vida de Dios por su fe y su conversión. Por otro lado,
los judíos que habían sido elegidos, murieron a la vida de Dios porque no
aceptaron la Palabra enviada por Dios. Pero también a ellos se les ofrece
la reintegración y aunque están muertos pueden volver a vivir.
De este modo nos presenta S. Pablo admirablemente, el plan
de Dios en la historia: la desobediencia da ocasión al Señor de actuar
con misericordia para con los paganos primero y de ofrecerla, ahora, a
los judíos.
También para nosotros tiene gran importancia esta
presentación de la salvación universal por parte de Dios. Tenemos que
abandonar un cierto exclusivismo cristiano. Aunque tengamos que seguir
afirmando la necesidad absoluta de entrar en la Iglesia para alcanzar la
salvación y aunque esta afirmación sea de fe, estamos hoy mejor capacitados
para ver los matices que hay que introducir en esta aseveración:
"fuera de la Iglesia no hay salvación". Los cristianos estamos
divididos. Pues aunque felizmente sentimos cada vez más el escándalo de
la división, no por eso deja de existir y no se la puede superar con
actitudes simplistas. Tenemos que sufrirla y tener la paciencia de esperar.
Esta paciencia supone la apertura y el diálogo,. que no consisten en
renegar de lo que es la verdad, sino en comprender al otro y en buscar
una expresión de nuestra fe, que sin dimitir de nada. sea más accesible a
aquellos que no siempre nos han comprendido y a los que nosotros no
siempre hemos aceptado.
De todas formas, el universalismo de la salvación sigue
siendo un gran misterio: el de la voluntad de Dios que quiere salvar a
todos los hombres, en relación con la profundidad de su fe y de su
búsqueda. Esto supera los límites de todo lo que nosotros podamos
establecer y marca como dirección única la Sabiduría de Dios.
Fe de un centurión: “Cafarnaúm había un centurión que tenía un sirviente enfermo, a punto de morir, al que estimaba mucho. Como había oído hablar de Jesús, envió a unos ancianos judíos para rogarle que viniera a curar a su servidor. Cuando estuvieron cerca de Jesús, le suplicaron con insistencia, diciéndole: "El merece que le hagas este favor, porque ama a nuestra nación y nos ha construido la sinagoga". Jesús fue con ellos, y cuando ya estaba cerca de la casa, el centurión le mandó decir por unos amigos: "Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres en mi casa; por eso no me consideré digno de ir a verte personalmente. Basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque yo —que no soy más que un oficial subalterno, pero tengo soldados a mis órdenes— cuando digo a uno: "Ve", él va; y a otro: "Ven", él viene; y cuando digo a mi sirviente: "¡Tienes que hacer esto!", él lo hace". Al oír estas palabras, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la multitud que lo seguía, dijo: "Yo les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe". Cuando los enviados regresaron a la casa, encontraron al sirviente completamente sano (Lc 7,2-10). Los apóstoles le dijeron: “Señor, auméntanos la fe. El Señor dijo: Si tuvierais fe como un grano de mostaza diríais a este sicomoro: "Arráncate y échate al mar", y les obedecería. Nada es imposible para quien cree y tiene fe” (Lc 17, 5). Los discípulos preguntaron: “Señor ¿Por qué no pudimos echar ese demonio? Les respondió: porque tienen muy poca fe. Yo os aseguro que si tuvieran fe como un grano de mostaza, dirían a este monte (...) y nada les será imposible. (Mt 17, 20).
En el evangelio de hoy, y en resumidas palabras ¿Qué
nos ha querido decir Jesús con todo esto en su enseñanza? Dos cosas
fundamentales y que como en el domingo anterior destacamos la importancia de la
fe y la oración porque son dos elementos fundamentales de la vida espiritual:
En primer lugar, una lección de auténtica y verdadera fe, incluso tratándose de
una mujer pagana. Acababa de criticar a Pedro por su falto de fe: “Que poca fe
tienes” (Mt 14,31). Ahora viene esta mujer que no es creyente, sino
pagana, y Jesús termina reconociendo que es una profunda creyente. “¡Mujer, qué
grande es tu fe!” (Mt 15,28).
En segundo lugar, nos da toda una lección de la
auténtica y verdadera oración. Una oración constante, persistente y
perseverante que no se echa atrás por más que sienta primero el silencio de
Dios porque pareciera que no nos escuchase. Recuerden aquel pedido de los
apóstoles: “Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno
de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó
a sus discípulos". Él les dijo entonces: "Cuando oren, digan
así: Padre nuestro… (Lc 11,1-4). Luego, Jesús agrega la actitud perseverante
que uno debe asumir en la oración: "Supongamos que alguno de ustedes tiene
un amigo y recurre a él a medianoche, para decirle: "Amigo, préstame tres
panes, porque uno de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que
ofrecerle", y desde adentro él le responde: "No me fastidies; ahora
la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme
para dártelos". Yo les aseguro que aunque él no se levante para dárselos
por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará
todo lo necesario” (Lc 11,5-8).
¿Cómo haces tu oración? Tanto en la vida consagrada
como en el matrimonio solemos caminar muy atareados en tantas cosas y dejar de
lado las cosas de la vida espiritual, somos como Martha que: Andaba muy ocupada
con los quehaceres de la casa, dijo a Jesús: "Señor, ¿no te importa que mi
hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude". Pero el
Señor le respondió: "Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas
cosas. Sin embargo, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no
le será quitada" (Lc 10,38-42). A veces solemos quejarnos que rezamos y
Dios no nos escucha. Entonces tiramos la toalla y lo peor es que tiramos
también a Dios de nuestras vidas. Le pedí y no me hizo caso. ¿Para qué me sirve
Dios y para qué me sirve pedir? Estamos acostumbrados a hacer de nuestra
oración una especie de “tocar el timbre” y que alguien nos responda de
inmediato. Sería bueno volver a preguntarnos: ¿Cómo, cuándo, con qué medios
hago mi oración? ¿Será cierto que Dios no nos escucha? El evangelio de hoy nos
comprueba que Dios si escucha y sin mayores demoras.
Dios nos escucha siempre que lo pidamos con fe pero
con un corazón sincero: “Cuando ustedes me busquen, me invoquen y vengan a
suplicarme, yo los escucharé; pero siempre que me invoquen con un corazón
puro y sincero” (Jer 29,12). Por el profeta Isaías dice Dios: “Cuando extienden
sus manos, yo cierro los ojos; por más que multipliquen las plegarias, yo no
escucho: ¡las manos de ustedes están llenas de sangre! ¡Lávense, purifíquense,
aparten de mi vista la maldad de sus acciones! ¡Cesen de hacer el mal, aprendan
a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al
huérfano, defiendan a la viuda! Vengan, y discutamos —dice el Señor—: Aunque
sus pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve; aunque
sean rojos como la púrpura, serán como la lana. Si están dispuestos a escuchar,
comerán los bienes del país; pero si rehúsan hacerlo y se rebelan, serán
devorados por la espada, porque ha hablado la boca del Señor“ (Is 1,15-20).
Como es de ver, la oración tiene que expresar la
insistencia de nuestro corazón y de nuestra confianza. Luego, la oración tiene
que ser insistente aun cuando sintamos que Dios está sordo y no nos escucha.
Nosotros desistimos demasiado fácilmente, nos cansamos de pedir. Ese cansancio
significa que no pedimos con verdadera confianza y con verdadera fe. Es preciso
pedir sin cansarnos ni desalentarnos, incluso si sentimos que "Dios no nos
escucha". Nosotros tenemos que seguir orando. No porque Dios nos escuche por
nuestra insistencia, sino porque la insistencia implica que tenemos fe y
confianza, incluso a pesar de su silencio. No es que la oración sea mejor
porque oramos gritando, no se trata de volumen de voz: “Cuando ustedes oren, no
hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie en las sinagogas y en
las esquinas de las calles, para ser vistos. Les aseguro que ellos ya tienen su
recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la
puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo
secreto, te recompensará. Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos:
ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No hagan como ellos, porque
el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes de
que se lo pidan” (Mt 6,5-8).
Muchas veces nuestra oración resulta siendo un fracaso
porque nos cansamos, porque no seguimos insistiendo, porque creemos que
molestamos a los demás con nuestros gritos salidos del corazón. ¿Cuántas veces
hemos orado a gritos? ¿Cuántas veces hemos orado, incluso sintiendo el silencio
de Dios que no nos responde? Jesús no la alaba por sus gritos, pero sí por su
constancia y por su fe. ”Mujer, qué grande es tu fe” (Mt 15,28). Nuestra
oración no se mide por las palabras que decimos, sino por la fe de nuestro
corazón. Si quieres medir la eficacia de tu oración, no te preguntes cuánto
pides sino cómo pides y con qué fe pides. ¿Pides con una fe capaz de perforar
el silencio y el aparente rechazo de Dios? Tenemos que orar hasta cansarnos,
porque sólo así se expresa nuestra confianza en Él que nos lo dará tarde o
temprano, pero ¿Qué pedimos? Tenemos que pedir que nos enseñe a orar (Lc 11,1).