II DOMINGO DE CUARESMA - A (16 de marzo del 2014)
Proclamación del Evangelio San Mateo 17,1-9:
En aquel tiempo, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su
hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en
presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se
volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando
con Jesús. Pedro dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres,
levantará aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para
Elías». Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su
sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: «Este es mi Hijo muy querido,
en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo». Al oír esto, los discípulos
cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos, y
tocándolos, les dijo: «Levántense, no tengan miedo». Cuando alzaron los ojos,
no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les
ordenó: «No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre
resucite de entre los muertos». PALABRA DEL SEÑOR.
REFLEXIÓN
Estimados amigos(as) en el Señor Paz y Bien.
La II Divina Persona es la manifestación del amor de Dios a favor
de toda la humanidad: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único
para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque
Dios no envió a su Hijo para que el mundo se condene, sino que el que cree en Él
se salve. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está
condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios” (Jn
3,16-18). Completando la idea, mismo Jesús dice: “Salí del Padre y vine al
mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28).
En el domingo anterior, Primer Domingo de Cuaresma El Señor
nos enseñó con su ejemplo cómo debemos afrontar las tentaciones del demonio (Mt
4,1-11) Lo que claramente nos indica que el Hijo
Único de Dios es hombre de verdad, que sintió hambre, pero que el enemigo quiso aprovecharse de esta carencia para
someterlo y nunca pudo. El Hijo de Dios no solo se rebajó para ser uno como
nosotros: “El, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios
como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando
la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose
con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte
de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre,
para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y
en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo
es el Señor” (Flp 2,6-11). En todo igual a nosotros, menos en el pecado (Heb 4,15).
Y en el credo confesamos esta verdad: “Descendió al infierno y al tercer día
resucito de entre los muerto y subió al
cielo…”
Pues, fíjense que estas enseñanzas divinas se nos ilustra en
dos partea: el domingo pasado en la parte humana del Hijo de Dios (Mt 4,1-11). Hoy
en el II domingo de cuaresma la manifestación de la
parte Divina: Jesús tomó consigo a Santiago, Pedro y Juan… mientras estaban en oración
se transfiguro… “ (Mt 17,1-9). Ya no es el Jesús tentado y con hambre, sino el
Jesús transfigurado y glorificado, como un sol brillante en la cima del Tabor que es el cielo.
¿Cuál es el mensaje que acuña el evangelio de Hoy? Que este
tiempo de cuaresma, tiempo de conversión, ayuno y oración, que es tiempo de ascensión
al monte tabor (cielo); que en este tiempo de oración terminemos en la sima del
tabor contemplando el rostro de Jesús transfigurado, y glorificado (Mt 17,1-9).
Esta es la mayor riqueza de la vida espiritual de los hijos de Dios. Y así nos
lo reitera mismo Juan: “Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo
que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste,
seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. El que tiene esta
esperanza en él, sea santo, así como él es santo” (IJn 3,2-3).
Qué maravilla saber que la riqueza espiritual que llevamos dentro del
cuerpo mortal, un día tengamos que, como premio experimentar y contemplar a
Jesús transfigurado, que no es sino el mismo cielo. Pero para eso hace falta
despojarnos de lo terrenal y subir a orar, como Jesús esta vez acompañado de
los tres discípulos preferidos: Pedro, Santiago y Juan. Lo maravilloso del
Tabor es verlo iluminado con la belleza interior de Jesús. Allí se transfiguró,
dejó que toda la belleza de su corazón traspasase la espesura del cuerpo y todo
Él se hiciese luz ante el asombro de los tres discípulos y como Pedro exclamar:
“Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantará aquí mismo tres carpas,
una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».” (Mt 17,4)
Toda oración bien hecha nos encamina al encuentro con el
Padre, la oración debe transformarnos. La oración nos debe hacer transparentes.
Transparentes a nosotros mismos, transparentes ante los demás, trasparentes ante
Dios. En la oración debemos vivimos nuestra real y verdad dimensión humana y
divina por la gracia de Dios (Mt 5,23).
La transfiguración del Señor nos debe situar ante la verdad que
viene de Dios: «Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán verdaderamente
mis discípulos, entonces conocerán la verdad y la verdad los hará libres» (Jn
8,31). Libres de las tinieblas, que es el infierno (Lc 16,19-31).
Finalmente conviene manifestarlo aquí: La oración de
oraciones es la santa misa. Y en la Santa misa aquello que ya nos dijo el Señor
por Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta» Jesús le respondió:
«Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen?. El
que me ha visto, ha visto al Padre. ¿Cómo dices: «Muéstranos al Padre»? ¿No
crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?” (Jn 14,9-10). Con
ver a Jesús vemos a Dios mismo ante nuestros ojos y es más, en cada Santa Eucaristía
el señor se transfigura en el altar, se nos muestra glorificado y transfigurado:
Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos,
diciendo: “Tomen y coman, esto es mi Cuerpo». Después tomó una copa, dio
gracias y se la entregó, diciendo: «Beban todos de ella, porque esta es mi
Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos para la remisión de
los pecados” (Mt 26,26-28).