lunes, 11 de junio de 2018

DOMINGO XI – B (17 de junio del 2018)


DOMINGO XI – B (17 de junio del 2018)

Proclamación del evangelio según San Marcos 4,26-34:

4:26 "El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra:
4:27 sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo.
4:28 La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga.
4:29 Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha".
4:30 También decía: "¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo?
4:31 Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra,
4:32 pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra".
4:33 Y con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender.
4:34 No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo. PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

Jesús dijo a sus discípulos: “Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes” (Jn 13,13-15). El gesto pequeño, de humildad y sencillez hace grande a la persona. Ya Dios dijo también por el profeta: “Así como el alfarero amolda la arcilla en sus manos y saca el cántaro a su gusto, así soy contigo pueblo de Israel —oráculo del Señor—. Tu eres como la arcilla en mi mis manos  pueblo de Israel” (Jer18,6).

Todo lo explicaba Jesús a la gente por medio de parábolas, y no les hablaba sin parábolas (Mt 13,34). Así hoy, Jesús nos plantea dos parábolas sobre el Reino de Dios (Mc 4,26-34): La parábola de la semilla que crece por sí sola (Mc 4,26-29) y la parábola del grano de mostaza (Mc 4,30-32)

Les decía: "El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra… la tierra por sí misma produce (Mc 4,26-28).  Así es, la semilla hace su trabajo sola, quien la planta se acuesta a dormir y de la noche a la mañana, la semilla ha germinado y la planta va creciendo sola, sin que éste sepa cómo sucede este crecimiento.

En otro episodio dice Jesús: “No se inquieten por su vida, pensando qué van a comer, ni por su cuerpo, pensando con qué se van a vestir. ¿No vale acaso más la vida que la comida y el cuerpo más que el vestido? Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos? ¿Quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida? (Mt 6,25-27). Y vamos comprendiendo que en efecto no todo depende del hombre, hay cosas que no están a nuestro control, por ejemplo: Como bien nos dice el Señor: La vida no depende de nosotros ni de nuestros bienes (Lc 12,15), así, pues nosotros no sabemos cuándo terminaremos nuestra existencia en este mundo (Mt 24,44).

El Reino de Dios crece de manera escondida, como la semilla escondida bajo la tierra.  Nadie se da cuenta, pero eso de tan pequeñito como la semilla tiene una vitalidad y una fuerza de expansión inigualable. Efectivamente, el Reino de Dios va creciendo en las personas que se hacen terreno fértil para el crecimiento de la semilla.  Y a veces ni nos damos cuenta, igual como le sucede al labrador que sembró, sólo se da cuenta cuando ve el brote que sale de la tierra. Hacernos terreno fértil es requisito para dejar que Dios penetre en nuestra alma para que, El haga germinar su Gracia dentro de nosotros.  Así, la semilla del Reino va germinando y creciendo secretamente dentro de cada uno.

Venga a nosotros tu Reino (Mt 6,10), rezamos en el Padre Nuestro.  ¿Cómo viene ese Reino?  Con la siguiente frase del mismo Padre Nuestro: Hágase tu Voluntad.  El Reino va creciendo en nosotros, secretamente, pero con la fuerza vital de la semilla, cuando buscamos y hacemos la Voluntad de Dios en nuestra vida, tratando de que aquí en la tierra se cumpla la voluntad divina como ya se cumple en el Cielo:  Hágase tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo (Mt 6,10).Y ese crecimiento del Reino de Dios es obra del Mismo Señor que hace crecer como la planta, haciendo que primero la semilla se abra, luego vaya formando su raíz debajo de la tierra, para luego dar paso a las ramas, las hojas y el fruto.

El establecimiento del reino de Dios sobre la tierra, ha tenido ya un inicio, un inicio que se puede percibir como pequeño, cuando Dios mismo se ha hecho carne en Jesús el Hijo de Dios (Jn 1,14), vino al mundo, naciendo en un humilde pesebre (Lc 2,6), muy lejos de los honores para establecer su reino como Señor de Señores y Rey de Reyes (como Rey sobre todos los reyes de las naciones del mundo). Normalmente en la realeza se dan grandes festejos y honores cuando nace algún hijo ó hija del rey, pero no pasó así cuando Jesús llegó al mundo.

El inicio del establecimiento del reino de Dios sobre la tierra con Jesús, Dios Hijo hecho carne, viniendo sin honores típicos de la realeza de su época, y con la muerte de Jesús en la cruz como si fuera criminal sin serlo, fue un inicio pequeño, pero Jesús resucitó dijo sus apósteles: "Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía que, es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos. Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: Así estaba escrito que, el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto” (Lc 24,44-47).

Las dos parábolas: La semilla que crece por si sola y el grano de mostaza, tratan acerca del crecimiento de la semilla. Pero mientras que en la parábola del crecimiento de la semilla el énfasis está en que la semilla de "suyo tiene vida" y por esta razón crece, en la parábola de la mostaza nos va a explicar hasta dónde llega este crecimiento.

El grano de mostaza: La semilla de mostaza que es del tamaño de la cabeza de un alfiler. En los tiempos de Jesús se usaba frecuentemente para referirse a la cosa más pequeña que se pudiera imaginar. De hecho, la expresión "pequeño como una semilla de mostaza" había llegado a ser un proverbio. Por ejemplo, el Señor Jesucristo lo usó para referirse a la fe de sus discípulos: "Si tuvieran fe como un grano de mostaza..." (Mt 17:20). A pesar de que la semilla es tan pequeña, la planta de mostaza puede llegar a alcanzar hasta cerca de cuatro metros de altura con un tallo grueso como el brazo de un hombre.

La parábola en relación al Reino de Dios es el punto esencial, es el contraste entre un comienzo pequeño y un resultado grande, entre el principio y el fin, entre el presente y el futuro del Reino. La semilla del Reino sembrada por Jesús en el campo del mundo, a pesar de su comienzo minúsculo e irrisorio, tendrá finalmente por su propia vitalidad interna, un crecimiento desmesurado y sobrenatural.

Seguramente tenía que ver con su propio ministerio público: un judío desconocido, en un rincón perdido de Palestina, rodeado de un puñado de discípulos sin demasiada cualificación y abandonado finalmente por las multitudes. Sin reconocimiento de los líderes religiosos y sin ninguna clase de influencia política. ¿Qué podía surgir de aquí? Pero todo esto no es nada comparado con la terrible debilidad manifestada en la cruz. ¿Quién podría imaginar que de un judío ajusticiado en una cruz por el imperio romano, rechazado por su propio pueblo y abandonado por sus discípulos, pudiera surgir un movimiento que dos mil años después siguiera creciendo por todos los países del mundo? Como Pablo resume: "Nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente escándalo, y para los gentiles locura"(1 Co 1:23).

“Hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándolos a cumplir todo lo que yo les he enseñado” (Mt 28,19). Aquel pequeño grupo de discípulos asustados y perseguidos (Jn 20:19), se convertirá en una multitud que nadie puede contar: "Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos" (Ap 7,9).

Así que, en el momento actual, Dios no reina manifestando todo su poder, sino que por el contrario, su presencia en este mundo, aunque real y viva, es humilde y muchas veces oculta. Incluso sus propios siervos, aunque ya tienen dentro de sí mismos la semilla que producirá estos resultados extraordinarios, son frágiles y débiles, expuestos a innumerables peligros. El apóstol Pablo lo expresó perfectamente: "Pero tenemos este tesoro en vasos de barro..." (2 Co 4:7), "Miren, hermanos, su vocación, que no son muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles"(1 Co 1:26-27). Esta falta de importancia, de influencia y de fuerza social de la Iglesia a través de los siglos ha venido a confirmar en cada momento las palabras de Jesús: "manada pequeña..." (Lc 12:32), "yo los envío como a ovejas en medio de lobos"(Mt 10:16).

Jesús dijo que ni aún un vaso de agua dado en su nombre quedaría sin recompensa (Mt 10:42). A menudo somos víctimas del engaño en el sentido de que para que algo sea importante debe acompañarse siempre de gran ruido. Dios es diferente en su modo de actuar. Él actúa de formas casi imperceptibles. Debemos animarnos en nuestro servicio al Señor sabiendo que las grandes cosas proceden de principios muy pequeños. No despreciemos nunca el día de los comienzos humildes (Zac 4:10) y no caigamos en la tentación de pensar que para lo poco que podemos hacer no vale la pena ni siquiera empezarlo. No nos desanimemos por el aparente fracaso y la pobreza presente, sino tengamos confianza en la Palabra del Señor que hará que todo esfuerzo honesto por servirle será finalmente multiplicado para su gloria.

Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del Reino (Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para "conocer los Misterios del Reino de los cielos" (Mt 13, 11). Para los que están "fuera" (Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (Mt 13, 10-15). (NC 546).

¿Cómo se transforma el insignificante grano de mostaza, la más pequeña de las semillas, en la mayor de las hortalizas?  Sembrándose en tierra fértil (rodeándose de aquello necesario para poner en marcha un proceso de transformación) y muriendo a sí mismo para liberar lo que hay en su interior.  Si intentáramos llenar el grano de mostaza de cualquier cosa, terminaríamos pronto.  Al ser diminuto, parece que dispone de poca capacidad.  Sin embargo, la lógica de Dios y de la naturaleza es distinta, y en la vacuidad cabe el infinito, la nada conduce al Todo.  Así que, cuando el grano de mostaza renuncia a lo poco que es, rompe su envoltura y se pierde a sí mismo, libera el potencial infinito que se ocultaba en su interior y que dará a luz al árbol que ni tan siquiera podía imaginar que estaba llamado a ser.  Muriendo a sí mismo, el grano de mostaza se encuentra con quien realmente es.  ¿Cuántos de nosotros seguimos apegados a quienes creemos ser, permaneciendo como granos de mostaza cuando podríamos ser robustos y hermosos árboles? Todo porque no ejercemos nuestrafe.

martes, 5 de junio de 2018

DOMINGO XI – C (10 de Junio de 2018)


DOMINGO X – C (10 de Junio de 2018)

Proclamación del Santo evangelio según san Marcos 3,20-35

3:20 Jesús regresó a la casa, y de nuevo se juntó tanta gente que ni siquiera podían comer.
3:21 Cuando sus parientes se enteraron, salieron para llevárselo, porque decían: "Es un exaltado".
3:22 Los escribas que habían venido de Jerusalén decían: "Está poseído por Belzebu y expulsa a los demonios por el poder del Príncipe de los demonios".
3:23 Jesús los llamó y por medio de comparaciones les explicó: "¿Cómo Satanás va a expulsar a Satanás?
3:24 Un reino donde hay luchas internas no puede subsistir.
3:25 Y una familia dividida tampoco puede subsistir.
3:26 Por lo tanto, si Satanás se dividió, levantándose contra sí mismo, ya no puede subsistir, sino que ha llegado a su fin.
3:27 Pero nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear sus bienes, si primero no lo ata. Sólo así podrá saquear la casa.
3:28 Les aseguro que todo será perdonado a los hombres: todos los pecados y cualquier blasfemia que profieran.
3:29 Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre".
3:30 Jesús dijo esto porque ellos decían: "Está poseído por un espíritu impuro".
3:31 Entonces llegaron su madre y sus hermanos y, quedándose afuera, lo mandaron llamar.
3:32 La multitud estaba sentada alrededor de Jesús, y le dijeron: "Tu madre y tus hermanos te buscan ahí afuera".
3:33 Él les respondió: "¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?"
3:34 Y dirigiendo su mirada sobre los que estaban sentados alrededor de él, dijo: "Estos son mi madre y mis hermanos.
3:35 Porque el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre". PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados hermanos en la fe Paz y bien.


“Nadie, movido por el Espíritu de Dios, puede decir: Maldito sea Jesús. Y nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no está impulsado por el Espíritu Santo” (Icor 12,3). Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: "¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre” (Lc 1,41-42).

“Una familia dividida no puede subsistir” (Mc 3,25)… “El que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mc 3,35). “Les aseguro que todo será perdonado a los hombres: todos los pecados y cualquier blasfemia que profieran. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre" (Mc 3,28-29). El evangelio de hoy nos habla de dos temas: La unidad en la familia y la blasfemia contra el Espíritu Santo que no se perdonara nunca. Otro episodio paralelo nos dice: “Al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en esta vida ni en el futuro” (Mt 12,32). En efecto, en este mundo se perdonan todos los pecados con tal que haya arrepentimiento y propósito de no volver a pecar; pero hay pecados que no se perdona ni aquí ni en la otra vida. Lo que significa que hay pecados que se perdonan en la otra vida.

Primero: “Una familia dividida no puede subsistir (Mc 3,25)… El que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mc 3,35). La cita paralela: "Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican" (Lc 8,21); nos contextualiza panorámicamente el tema. ¿Cómo saber si estamos unidos a Dios y unidos en una sola familia? Jesús nos dice: “Los que escuchan la Palabra de Dios y la practican" (Lc 8,21). “No son los que me dicen: Señor, Señor, los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mt 7,21). “Por sus frutos los reconocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los cardos? Así, todo árbol bueno produce frutos buenos y todo árbol malo produce frutos malos” (Mt 7,16-17). “Uds. no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos” (Mt 23,8).

Dios nos dice: “Santifíquense guardando y poniéndolos en práctica mis mandamientos porque yo soy el Señor quien lo santifico” (Lv 20,7). La mejor estrategia para santificarnos es el amor: “El que dice que ama a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso” (I Jn 4,20). Jesús nos dice. “Les doy un mandamiento nuevo. Ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros" (Jn 13,34-35).

Segundo: “Les aseguro que todo será perdonado a los hombres: todos los pecados y cualquier blasfemia que profieran. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre" (Mc 3,28-29). “Al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en esta vida ni en el futuro” (Mt 12,32). Nos habla sobre pecados que en la otra vida si se perdonaran y pecados que no se perdonaran. Y el tema latente es el Purgatorio.

Hoy, el hombre se está acostumbrando a vivir sin responder a la cuestión más vital de su vida: por qué y para qué vivir. Lo grave es que, cuando la persona pierde todo contacto con su propia interioridad y misterio, la vida cae en la trivialidad y el sinsentido. Se vive entonces de impresiones, en la superficie de las cosas y de los acontecimientos, desarrollando sólo la apariencia de la vida. Probablemente, esta banalización de la vida es la raíz más importante de la increencia de no pocos. Cuando el ser humano vive sin interioridad, pierde el respeto por la vida, por las personas y las cosas. Pero, sobre todo, se incapacita para «escuchar» el misterio que se encierra en lo más hondo de la existencia.

El hombre de hoy se resiste a la profundidad. No está dispuesto a cuidar su vida interior. Pero comienza a sentirse insatisfecho: intuye que necesita algo que la vida de cada día no le proporciona. En esa insatisfacción puede estar el comienzo de su salvación. Pecar contra ese Espíritu Santo sería cargar con nuestro pecado para siempre. El Espíritu puede despertar en nosotros el deseo de luchar por algo más noble y mejor que lo trivial de cada día. Puede darnos la audacia necesaria para iniciar un trabajo interior en nosotros.

El Espíritu puede hacer brotar una alegría diferente en nuestro corazón; puede vivificar nuestra vida envejecida; puede encender en nosotros el amor incluso hacia aquellos por los que no sentimos hoy el menor interés. El Espíritu es una fuerza que actúa en nosotros y que no es nuestra. Es el mismo Dios inspirando y transformando nuestras vidas. Nadie puede decir que no está habitado por ese Espíritu. Lo importante es no apagarlo, avivar su fuego, hacer que arda purificando y renovando nuestra vida. Tal vez, hemos de comenzar por invocar a Dios con el salmista: No apartes de mí tu Espíritu.

jueves, 31 de mayo de 2018

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI - B (03 de Junio de 2018)

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

Proclamación del Santo Evangelio según San Marcos 14,12-16.22-26:

14:12 El primer día de la fiesta de los panes Ácimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús: "¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?"
14:13 Él envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: "Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo,
14:14 y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: "¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?"
14:15 Él les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario".
14:16 Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua.
14:22 Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomen, esto es mi Cuerpo".
14:23 Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella.
14:24 Y les dijo: "Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos.
14:25 Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios".
14:26 Después del canto de los Salmos, salieron hacia el monte de los Olivos. PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados(as) hermanos(as) en el Señor Paz y Bien.

Jesús les dijo: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,53-54).
Jesús al ver que mucha gente lo buscaba les dijo: "Ustedes me buscan, no porque entendieron el signo, sino porque han comido pan hasta saciarse. Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello" (Jn 6,26-27). Aquí, el Señor nos distingue dos tipos de alimento: el alimento del pan material que perece, y el alimento que perdura hasta la vida eterna y el pan celestial, el pan de la vida espiritual (Eucaristía).
En el evangelio de Juan todo el capítulo 6 nos habla sobre el sentido y el valor real de la eucaristía, así por ejemplo nos dice: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, quien come de esta pan vivirá para siempre” (Jn 6,51). 
Inmediatamente la gente se pregunta: “¿Cómo puede éste hombre darnos a comer su carne?” (Jn 6,52). La gente no entendió, y hasta hoy todavía hay muchos que no quieren entender aquella palabra que el Ángel dijo a María: “Nada es imposible para Dios” (Lc 1,37) Jesús mismo nos ha dicho: “Todo es posible para Dios” (Mt 19,26). Y así un día convirtió el agua en vino: Al decir a los sirvientes: "Llenen de agua estas tinajas". Y las llenaron hasta el borde. 

"Saquen ahora, -agregó Jesús- y lleven al encargado del banquete". Así lo hicieron. El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su origen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: "Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento" (Jn 2,3ss). Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él. (Jn 27-11). Así pues, la omnipotencia de Dios hizo posible que su Palabra se hiciera carne (Jn 1,14), que esa Palabra que es su Hijo, tiene el poder de convertir el agua en vino, hoy convierte ante nuestros ojos el Pan en su cuerpo y el vino en su sangre al decir: "Tomen y coman que esto es mi Cuerpo". Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: "Tomen y beban todos de él, porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza que será derramada por Uds para el perdón de los pecados, y hagan esto en conmemoración mía” (Mc 14,22).

En la oración del Padre Nuestro pedimos: “Danos hoy nuestro pan de cada día” (Mt. 6, 11),. Sin embargo, ese alimento diario, que pedimos y que Dios nos proporciona a través de su Divina Providencia, no es sólo el pan material, sino también -muy especialmente- el Pan Espiritual, el Pan de Vida. No podemos estar pendientes solamente del alimento material. El pan material es necesario para la vida del cuerpo, pero el Pan Espiritual es indispensable para la vida del alma. Dios nos provee ambos.

Jesucristo murió, resucitó (Lc 24,6) y subió a los Cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre (Credo). Pero también permanece en la Hostia Consagrada (Mt 26,26), en todos los sagrarios del mundo. Y allí está vivo, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; es decir: con todo su ser de Hombre y todo su Ser de Dios, para ser ese alimento que nuestra vida espiritual requiere. Es este gran misterio lo que conmemoramos en la Fiesta de Corpus Christi. El Jueves Santo Jesucristo instituyó el Sacramento de la Eucaristía, pero la alegría de este Regalo tan inmenso que nos dejó el Señor antes de partir, se ve opacada por tantos otros sucesos de ese día, por los mensajes importantísimos que nos dejó en su Cena de despedida, y sobre todo, por la tristeza de su inminente Pasión y Muerte.

Por eso la Iglesia, con gran sabiduría, ha instituido esta festividad en esta época en que ya hemos superado la tristeza de su Pasión y Muerte, hemos disfrutado la alegría de su Resurrección, hemos también sentido la nostalgia de su Ascensión al Cielo y posteriormente hemos sido consolados y fortalecidos con la Venida del Espíritu Santo en Pentecostés (Jn 20,21-22).

En el domingo anterior se nos dijo: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Lo mismo: “No les dejare huérfanos” (Jn 14,18). Y saben por qué; porque como Juan dice: Dios es amor (I Jn 4,8). “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único, para todo el que cree en Él tenga vida eterna” (Jn 3,16).  Jesús mismo nos ha dicho: “Si alguien me ama, guardará mis palabras y mi padre lo amara y vendremos y haremos morada en él” (Jn 14,23). Por eso, pienso que fue la mejor definición que dio de sí el Hijo al decirnos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, quien come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,51). Al menos en su relación con nosotros es Jesús quien se dona en la Eucaristía. Convertirse en pan sin necesidad de panaderos porque de ello hace el Espíritu santo y darse a comer como pan y carne. Todo ello, ¿qué significa sino que Jesús no vive para sí sino que vive para que todos tengamos vida eterna. Pero pensar que Dios se hace pan y se hace carne para que podamos comerlo, realmente es todo un exceso de amor y de entrega. El pan no sirve para nada si no es para que lo comamos. El pan no es para sí mismo ni para guardarlo. El pan es siempre para los otros. La carne no es para sí misma, es para que otros puedan alimentarse.

Los judíos que escuchaban a Jesús se escandalizaron y disputaban entre sí: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? (Jn 6,52). Dios siempre ha sido escandaloso para los hombres porque es tan creativo que hace cosas que ni se nos ocurre pensarlas. Esa es la Eucaristía. Algo tan sencillo como es comulgar y algo tan misterioso que es comernos a Dios entero. Algo tan misterioso que Dios en su loco amor por nosotros se hace vida en nuestra vida. Por eso, no cabe duda que, la Eucaristía es uno de los mayores milagros del amor de Dios. Por tanto, debiera ser también una de las experiencias más maravillosas de los hombres. Sin embargo, uno siente cierta sensación de insatisfacción. ¿No la habremos devaluado demasiado? Y no porque no comulguemos, sino porque es posible que no le demos el verdadero sentido a la Comunión que es comunión con el mismo Hijo que nació de las entrañas de María la virgen y con el mismo Jesús crucificado y resucitado. Es comunión con el pan glorificado.

Dios buscó el camino fácil y lo más sencillo posible para nuestro encuentro. Y a nosotros pareciera que lo fácil no nos va, como que preferimos lo complicado y difícil. Una de las maneras de deformar la Eucaristía es no vivir lo que en realidad significa. En la segunda lectura, Pablo nos dice: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.” (I Cor 10,16) Somos muchos y somos diferentes. Somos muchos y pensamos distinto. Sin embargo, todos juntos formamos un solo cuerpo, una sola comunidad, una sola Iglesia, una sola familia (Mt 16,18). ¿Por qué? Sencillamente porque “todos comemos del mismo pan”. Por tanto, comulgar significa unidad, sentirnos un mismo cuerpo, una misma familia. De modo que no podemos comulgar “del mismo pan” y salir luego de la Iglesia tan divididos como entramos.

No olvidemos que la Eucaristía es mucho más que un acto piadoso individualista, es el Sacramento de la Iglesia. Es el Sacramento del amor de Dios que nos ama a todos. Es el Sacramento de la unidad, donde por encima de nuestras diferencias, todos nos sentimos miembros de un mismo cuerpo que es Jesús, que es la Iglesia. Por eso San Pablo nos habla desde su experiencia. Las primeras divisiones en la Iglesia nacieron de la celebración de la Eucaristía. Todos participaban en la misma celebración, pero mientras unos comían bien, los otros pasaban hambre. Pablo les dice enérgicamente: “Esto no es celebrar la Cena del Señor”. No se puede comulgar a Cristo si a la vez no comulgo con mi hermano. No se puede recibir el pan de la unidad, si vivimos divididos. Por eso decimos que “la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace a la Iglesia”. “Aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque todos comemos del mismo pan.” El fruto de nuestras Eucaristías tendría que ser “la espiritualidad de unidad y de la comunión fraterna”.

Por lo que significa esta unión con Dios en la sagrada comunión, hay requisitos que cumplir, por eso cualquiera no comulga sino el que está en gracia de Dios. Así es como lo describe San Pablo: “Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido, es lo siguiente: El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía". De la misma manera, después de cenar, tomó la copa, diciendo: "Esta copa es la Nueva Alianza  que se sella con mi Sangre. Siempre que la beban, háganlo en memoria mía". Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva. Por eso, el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación” (I Cor 11,23-29).  También hay citas que diversas que resalta la importancia de la Eucaristía: Éxodo 24, 8; Jeremías 31, 31;  Matero 26, 28;  Marcos 14, 24;  Lucas 22, 20; 2 Corintios 3, 6;  Hebreos 8, 8;  Hebreos 10, 29.

La presencia de Cristo por el poder de su Palabra y del Espíritu Santo (NC 1373-1381): "Cristo Jesús que murió, resucitó, que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros" (Rm 8,34), está presente de múltiples maneras en su Iglesia (LG 48): en su Palabra, en la oración de su Iglesia, "allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre" (Mt 18,20), en los pobres, los enfermos, los presos (Mt 25,31-46), en los sacramentos de los que Él es autor, en el sacrificio de la misa y en la persona del ministro. Pero, "sobre todo, (está presente) bajo las especies eucarísticas" (SC 7).

 El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella "como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos" (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae 3, q. 73, a. 3). En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están "contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero" (Concilio de Trento: DS 1651). «Esta presencia se denomina "real", no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen "reales", sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente» (MF 39).

 Mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento. Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión. Así, san Juan Crisóstomo declara que: «No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas (De proditione Iudae homilia 1, 6).

Y san Ambrosio dice respecto a esta conversión: “Estemos bien persuadidos de que esto no es lo que la naturaleza ha producido, sino lo que la bendición ha consagrado, y de que la fuerza de la bendición supera a la de la naturaleza, porque por la bendición la naturaleza misma resulta cambiada» (De mysteriis 9, 50). «La palabra de Cristo, que pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? Porque no es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela” (Ibíd., 9,50.52).

 El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: "Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera la conversión de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su Sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación" (DS 1642). La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo (cf Concilio de Trento: DS 1641).

El culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. "La Iglesia católica ha dado y continua dando este culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión en medio de la alegría del pueblo" (MF 56).

El sagrario (tabernáculo) estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa. Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas. Por eso, el sagrario debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia; debe estar construido de tal forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santísimo sacramento.

Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera. Puesto que Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por muestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado "hasta el fin" (Jn 13,1), hasta el don de su vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros (cf Ga 2,20), y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor: “La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración” (Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, 3).

“La presencia del verdadero Cuerpo de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento, "no se conoce por los sentidos, dice santo Tomás, sino sólo por la fe , la cual se apoya en la autoridad de Dios". Por ello, comentando el texto de san Lucas 22, 19: "Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros"

miércoles, 23 de mayo de 2018

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD - B (27 de mayo de 2018)

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Proclamación del santo evangelio según San Mateo 28,16-20:

28:16 Los once discípulos fueron a Galilea a la montaña donde Jesús los había citado.
28:17 Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron.
28:18 Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra.
28:19 Vayan, entonces, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
28:20 y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo". PALABRA DEL SEÑOR.

Amigos en el Señor Paz y Bien.

El principio de nuestra de la comunidad universal (Iglesia Católica: Mt 28,19) se fundamenta en el principio del Dios Uno y Trino. En el credo rezamos: Creo en Dios, Padre todo poderoso, Creador del cielo… Creo en el Hijo, que nació de María virgen… Creo en el Espíritu Santo… Es un único Dios, que tiene por esencia el amor: Porque Dios es amor (I Jn 4,8) se manifiesta como Padre,Hijo y Espíritu Santo. El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Moisés dijo a Dios: "Si voy a los israelitas y les digo: El Dios de sus padres me ha enviado a Uds; cuando me pregunten: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Dijo Dios a Moisés: Yo soy el que soy. Y añadió: Así dirás a los israelitas: Yo soy y me ha enviado a Uds.” (Ex 3,13-14). El ser de Dios es Ser y no puede no ser. Dejemos que Dios sea lo que es. Pero, si cada uno tiene una experiencia personal de Dios, ¿no es deformar a Dios? No. Una cosa es que nosotros queremos un Dios a nuestra medida y otra muy diferente que Dios se nos haga experimentar de muchas maneras.

“El que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (IJn 4,7-8). En esto nos manifestó su amor: envió a su Hijo único al mundo, para que tuviéramos Vida por medio de él” (IJn 4,9). La señal de que permanecemos en él y él permanece en nosotros, es que nos ha comunicado su Espíritu”(I Jn 4,13). “Nadie ha visto nunca a Dios. Si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros” (IJn 4,12). El amor es el mismo, pero cada uno ama a su manera. El mundo es el mismo, pero cada uno tenemos una experiencia diferente del mundo. El matrimonio es el mismo, pero cada pareja tiene su modo personal de experimentarlo.

El rasgo que más define a Dios y que, por otra parte, es el que más nos interesa de Él, es el amor. Dios es amor (I Jn 4,8). Dios quiere ser vivido y experimentado no tanto como omnipotente, sino como amor. Que Dios es omnipotente ya lo dice la filosofía (razón), pero que Dios sea amor y que nos ama, esto ya es parte de la revelación de Sí mismo: “Yo soy lo que soy” (Ex 3,14). El amor de Dios Padre; el amor de Dios Hijo; y el amor Dios Espíritu Santo hacen del hombre en el ser más querido y preferido de Dios, por algo nos dio la dignidad de ser su imagen y semejanza (Gn 1,26).


Que buena noticia (Evangelio) saber que Dios nos ama de tres modos distintos: como Padre, como Hijo y como Espíritu Santo. Por esta razón Nos recomienda Jesús: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo" (Mt 28,19-20). Y si somos consagrados al amor de Dios por el padre y el Hijo y el Espíritu Santo hemos de vivir en este mandato: “Amense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros" (Jn 13,34-35).

“La Encarnación del Hijo de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es de la misma naturaleza que el Padre, es decir, que es en Él y con Él el mismo y único Dios. La misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo (Jn 14,26) y por el Hijo de junto al Padre" (Jn 15,26), revela que él es con ellos el mismo Dios único. Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria.  El Espíritu Santo procede principalmente del Padre, y por concesión del Padre, sin intervalo de tiempo procede de los dos como de un principio común. Por la gracia del bautismo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19) somos llamados a participar en la vida de la Bienaventurada Trinidad, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz eterna”. (NCI 261-265).

El evangelio de hoy es el complemento al episodio: “Id y enseñad y el evangelio a toda la ceración, quien crea y se bautice se salvara, quien se resiste en creer será condenado” (Mc 16,15). Y también con el episodio: “Paz a Uds. como el Padre me envió así les envío a Uds. Y dicho esto soplo sobre ellos y les dijo reciban el Espíritu Santo, a quien les perdonen les quedan perdonados, a quienes se los retengan les queda retenidos” (Jn 20,21-22). Pero en el evangelio de Mateo se advierte algunas particularidades: 1) El pasaje se compone de una parte narrativa (Mt 28,16-18) y de una parte discursiva (Mt 28,18b-20).  2) La parte narrativa cuenta en pocas palabras el único encuentro de Jesús resucitado con su comunidad. Se trata, por tanto, de un momento solemne en el cual convergen los acontecimientos pascuales. Sobre este encuentro ya se había despertado expectativa desde la última cena y en la mañana de la Pascua. 3) Dentro de la parte discursiva notamos que en sólo cinco versículos se repite cuatro veces el término “Todo” (que alguno compara con los cuatro puntos cardinales): “Todo” poder (Mt 28,18): la totalidad del poder está en Jesús. “Todas” las gentes (Mt 28,19): la totalidad de la humanidad será evangelizada. “Todo” lo que Jesús enseñó (Mt 28,20): la totalidad de la enseñanza será aprendida. “Todos” los días (Mt 28,20b): la totalidad de la historia será abarcada por la presencia del Resucitado.

 El acento del texto recae sobre esta última parte, donde Jesús: 1) declara su victoria definitiva sobre el mal y la muerte (“Me ha sido dado todo poder…”), 2) les confiere a los discípulos un mandato (“Id, pues, y haced discípulos”) y, 3) les hace la promesa de su asistencia continua (“Yo estaré con Uds…”). Todo esto tendrá valor hasta el fin del mundo, y este enunciado nos advierte el tiempo del:

Pasado. El encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos nos remite al comienzo del evangelio, cuando comenzó el discipulado a la orilla del lago a partir de la vocación (Mt 4,18-22). Un largo camino han recorrido juntos, en él la relación se fue estrechando cada vez más en cuanto el Maestro los insertaba en su ministerio, haciéndolos los primeros destinatarios de su obra, y los atraía para una relación aún más profunda con Él mediante el seguimiento. Jesús los devuelve al punto de partida.

Presente. Ahora los discípulos van a “Galilea”, y allí, a una “Montaña”: 1) Ellos van a Galilea, que como “Galilea de los gentiles”, ha sido destinada por Dios como campo de misión de Jesús (Mt 4,12-16). Allí habían sido llamados (Mt  4,18-22) y allí fueron testigos de misericordia de Jesús con enfermos y pecadores (8-9), donde la multitud andaba “vejada y abatida como ovejas sin pastor” (Mt 9,35).   2) La Montaña a la que van nos recuerda el lugar donde Jesús pronunció su primera y fundamental instrucción, el Sermón de la Montaña, la Ley esencial de la vida cristiana que comienza con las bienaventuranzas (Mt 5,1-7,29) y configura la existencia entera según “el Reino y la Justicia” (Mt 6,33).

Futuro. En este ambiente, el Resucitado se le aparece a los discípulos. Vuelven a la relación que tenían antes y a todo lo que vivieron juntos. Ahora les dice qué es lo que va a determinar en el futuro la relación con él: “Se acercó a ellos y les habló así…” (Mt 28,18ª).  Lo que Jesús aquí les dice será determinante y así permanecerá “hasta el fin del mundo”, hasta cuando Jesús venga por segunda vez con la plenitud de su poder y su definitiva revelación (Mt 24,3). 

Un encuentro que cura la herida (misericordia): El grupo que ha sido convocado en Galilea tiene una herida producida por la traición y la muerte de Judas: ya no son “Doce” (Mt 10,2.5; 26,20), sino “Once” (“Los once discípulos marcharon a Galilea…”).  Esta herida recuerda que todos han sido probados en su fidelidad a Jesús. Ellos se han encontrado con su propia fragilidad. Cuando comenzó la pasión de Jesús, todos los discípulos interrumpieron el seguimiento: la traición de Judas (26,47-50), la triple negación de Pedro (Mt 26,69-75) y la fuga despavorida de los otros diez (Mt 26,56). Con todo, Jesús sana la herida provocada por la ruptura del seguimiento. No llama a otros discípulos, sino a los mismos que le fallaron en la prueba de la pasión.  
Jesús cumple la promesa.

•  La última noche había anunciado que los precedería en Galilea: “Todos Uds. Se van a escandalizar de mí esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño. Mas después de mi resurrección, iré delante de vosotros a Galilea” (Mt 26,31-32).
• En la mañana del día de la resurrección, el Ángel, junto a la tumba, les confió a las mujeres la tarea de recordarles a los discípulos estas palabras: “vayan a decir a mis discípulos: “Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le verán” Ya se los he dicho” (28,7).
• Enseguida el Resucitado en persona les confirmó la tarea: “No teman, avisen a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (28,10).

Los discípulos llegan a Galilea cargando sobre sus espaldas toda la historia dolorosa de la deslealtad. Pero la confianza del Maestro se muestra mayor que la fragilidad de sus discípulos. Jesús sí cumple sus promesas hechas durante la última cena. 

Es bello notar que en este encuentro con el Maestro después de la dolorosa historia de traición, negación y fuga, no escuchan ni una sola palabra de reclamo por parte de Jesús. Más bien todo lo contrario: cuando los manda llamar a través de las mujeres, los denomina por primera vez “mis hermanos” (Mt 28,10). 

La reacción ante el Resucitado: El narrador continúa diciéndonos que los discípulos “al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron” (28,17).

Así como lo había prometido (Mt 28,7.10), ellos ven al Resucitado. La primera reacción es que se arroja por tierra en un gesto de adoración que nos recuerda el comienzo del evangelio (cuando los magos “vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron”; Mt 2,11). También en medio del evangelio habíamos visto un gesto similar por parte de los discípulos: “Y los que estaban en la barca se postraron ante él diciendo: "Verdaderamente eres Hijo de Dios?" (Mt 14,33). En este momento cumbre del evangelio, los discípulos reconocen a Jesús resucitado como el Señor. Pero Mateo hace notar que algunos todavía “dudan”. No debe extrañarnos. Reconocimiento y duda pueden estar juntos, como lo muestra la petición: “Creo. Ayúdame en mi incredulidad” (Mc 9,24).
 
 “Jesús se acercó a ellos y les habló así: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,18-20). Estas palabras de Jesús tienen tres elementos: 1) El anuncio del Señorío del Resucitado (Mt 28,18b) 2) El envío misionero de sus discípulos (Mt 28,19-20ª) 3) La promesa de su permanencia fiel en medio de los discípulos (Mt 28,20b).

“Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18). Al postrarse, los discípulos reconocen que él es el Señor, el Señor sin límites, el Señor por excelencia.  Ante ellos, Jesús afirma que el Padre, el Señor del cielo y de la tierra (Mt 11,25), le ha dado todo poder en todo ámbito: en el cielo y sobre la tierra.  Ya desde el comienzo del evangelio el mensaje de Jesús se refirió a este “poder” cuando anunció la cercanía del “Reino de los Cielos” (ver 4,17). A lo largo de su ministerio Jesús ofreció los dones de este Reino (“Bienaventurados… porque de ellos es el Reino”; Mt 5,3.10).

La obra de Jesús fue continuamente experimentada como una “obra con poder” (ver 7,29; 8,8s; 21,23). Con este “poder” venció a Satanás y levantó al hombre postrado en sus sufrimientos y marginaciones. Ahora, una vez que su ministerio ha llegado a su culmen, el Resucitado se revela a sus discípulos como el que posee toda autoridad, es decir, un poder absoluto sobre todo.  Una vez que ha vencido al mal definitivamente en su Cruz, Jesús se presenta vivo y victorioso ante sus discípulos: el Señor del cielo y de la tierra. Y con base en esta posición real, Jesús les entrega ahora la misión, prometiéndoles su asistencia continua y poderosa.

 “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28.19-20). Con esta autoridad suprema de Jesús sobre el cielo y la tierra, los discípulos reciben el envío a la misión. Notemos las diversas afirmaciones que Jesús hace a partir del imperativo: “Vayan”.

1) El contenido de la misión: “Id, pues, y haced discípulos” La tarea fundamental es hacer discípulos a todas las gentes. Por medio de ellos el Señor resucitado quiere  acoger a toda la humanidad en la comunión con Él. Hasta ahora ellos han sido los únicos discípulos. Jesús los llamó y los formó mediante un proceso de discipulado. En este momento los discípulos son enviados para dar en el tiempo post-pascual lo que recibieron en el tiempo pre-pascual. Hacer “discípulos” es iniciar a otros en el “seguimiento”. De la misma manera que Jesús los llamó a su seguimiento y a través de ella los hizo pescadores de hombres (Mt 4,19), también los misioneros deben atraer a todos los hombres al seguimiento de Jesús, con el cual vivieron y continúan viviendo. 

“Seguimiento” quiere decir configurar el propio proyecto de vida en la propuesta de Jesús, entablar una cercana amistad con la persona de Jesús, entrar en comunión de vida con Él. El “discipulado” supone la docilidad: aceptar que es Jesús quien orienta el camino de la vida, quien determina la forma y la orientación de vida. El “discipulado” lleva a abandonarse completamente en Jesús, porque sólo Él conoce el camino y la meta y nos conduce con firmeza y seguridad hacia ella. Este camino y esta meta se han revelado a lo largo del evangelio. Entonces, la esencia de la misión de los discípulos es conducir a toda la humanidad a la persona del Señor, a su seguimiento. De la misma manera como Jesús los llamó, sin forzarlos sino seduciendo su corazón y apelando a la libre decisión de cada uno, así ellos deben hacer discípulos a todos los pueblos de la tierra. 

2) Los destinatarios: “…A todas las gentes”  Puesto que se le ha puesto en sus manos el mundo entero y es superior al tiempo y al espacio, Jesús los manda todos los pueblos de la tierra. Recordemos que en la primera misión la tarea apostólica se limitaba explícitamente a las “ovejas perdidas de la casa de Israel” (10,6; ver 15,24). Ahora la misión no conoce restricciones: a todos los hombres, y podríamos agregar “al hombre todo” (con todas sus dimensiones). 
3)  “…Bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”  En el bautismo se realiza la plena acogida de los discípulos de Jesús en el ámbito de la salvación y en su nueva familia. El presupuesto de la fe. El Bautismo “en el nombre del Padre y del Hijo y de Espíritu Santo” presupone el anuncio de Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y la fe en este Dios. El “nombre”  de Dios está puesto en relación con el conocimiento de Él. Como se evidencia a lo largo del Evangelio: • Dios manifiesta su amor para que nosotros podamos conocerlo y así entrar en relación con Él.  • Es a través de Jesús que Dios ha sido conocido como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Jesús predicó sobre Dios de una manera que no se conocía en el Antiguo Testamento. Allí se conocía al Dios en cuanto creador del cielo y de la tierra, pero al mismo tiempo se afirmó –y con razón- la enorme distancia entre el Creador y su criatura, lo cual hacía pensar en la infinita soledad de Dios. Jesús anunció que Dios no está solo sino que vive en comunión. Frente al Padre está el Hijo, ambos están unidos entre sí, se conocen, se comprenden y se aman recíprocamente (Mt 11,25) en la plenitud y perfección divina por medio del Espíritu Santo. Los discípulos deben bautizar en el “nombre” de este Dios, del Dios que así fue anunciado y creído.

 Al interior de la familia trinitaria. El bautismo:

Nos sumerge en el ámbito poderoso de este Dios y obra el paso hacia Él. Nos pone bajo su protección y su poder. Nos posibilita la comunión con Él, que en sí mismo es comunión. Nos hace Hijos del Padre, quien está unido con un amor ardiente a su Hijo. Nos hace hermanos y hermanas del Hijo que, con todo lo que Él es, está ante el Padre. Nos da el Espíritu Santo, quien nos une al Padre y al Hijo, nos abre a su benéfico influjo y nos hace vivir la comunión con ellos.

Si es verdad que el seguimiento nos introduce en el ámbito de vida de Jesús, también es verdad que esta vida es su comunión con el Padre en el Espíritu Santo. El bautismo sella nuestra acogida en esta adorable comunión. 

4) El enseñar a poner en práctica las enseñanzas de Jesús: el discipulado como un nuevo estilo de vida. La comunión con este Dios, determinada por el seguimiento y sellada por el bautismo. Exige a los discípulos un estilo de vida que esté a la altura de ese don. Notamos una gran continuidad entra la misión de Jesús y la de sus apóstoles:

• De muchas maneras, desde las bienaventuranzas (5,3-12) hasta la visión del juicio final (Mt 25,31-46), Jesús instruyó a sus discípulos. A lo largo del evangelio distinguimos cinco grandes discursos de Jesús. Ahora los apóstoles deben transmitírselas a los nuevos discípulos atraídos por ellos. Las enseñanzas de Jesús no son opcionales.
• Hasta el presente fue Jesús quien llamó discípulos y los educó en una existencia según la voluntad de Dios. Ahora son ellos los que, por encargo suyo, deben llamar a todos los hombres como discípulos y educarlos en una vida recta. En otras palabras, todo lo que los discípulos recibieron del Maestro debe ser transmitido en la misión. 

El Resucitado muestra el significado pleno de su nombre “Emmanuel”, “Dios-con-nosotros” (Mt 28,20b) “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

Durante su ministerio terreno, la relación de Jesús con sus discípulos estuvo caracterizada por su presencia visible y viva en medio de ellos. A partir de la Pascua esta presencia no termina sino que adquiere una nueva modalidad. Jesús utiliza una expresión conocida en la Biblia. En el Antiguo Testamento la expresión “El Señor está contigo”, le aseguraba a la persona que tenía una misión particular que Dios lo asistiría con poder y eficacia en su tarea. Con ello se quería decir que Dios no abandona al hombre a sus propias fuerzas, sino más bien que a la tarea que Dios le encomienda se le suma su presencia y su ayuda.
Jesús, a quien se le ha dado todo poder, habla con la potestad divina, asegurando su presencia y su ayuda a la Iglesia misionera. Quien al principio fue anunciado como el “Emmanuel”, el “Dios con nosotros” (Mt 1,23), muestra ahora la verdad de esta expresión: Él es la fidelidad viviente del Dios de la Alianza (“Dios-con-nosotros” es una expresión referida al “Yo soy vuestro Dios y vosotros mi pueblo”) que permanece al lado de sus discípulos con todo su poder, con su vivo interés y con su poderosa asistencia a lo largo de toda la historia.

La celebración de la Ascensión nos coloca ante estas palabras de Jesús, quien en la plenitud de su potestad toma determinaciones hacia el futuro. Él, ya no estará de forma visible en medio de sus discípulos, pero sí garantiza su presencia poderosa en medio de los suyos. Así permanecerá “hasta el fin del mundo”, hasta que no ocurra con su venida el cumplimiento, y con él la plena e inmediata comunión de vida con la Trinidad Santa.

martes, 15 de mayo de 2018

DOMINGO DE PENTECOSTES – B (20 de mayo de 2018)


DOMINGO DE PENTECOSTES – B (20 de mayo de 2018)

Proclamación del Santo Evangelio según San Juan 20,19-23:

20:19 Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, "¡La paz esté con ustedes!"
20:20 Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
20:21 Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes".
20:22 Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo.
20:23 Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan". PALABRA DEL SEÑOR.

Queridos(as) amigos(as) en el Señor Paz y Bien.

Hoy es la solemnidad de Pentecostés, porque es el último día de la Pascua, el día del Espíritu Santo. En efecto, hoy celebramos el último día de la Pascua. Hoy llegan a su término los cincuenta días en honor de Jesucristo resucitado y glorificado, los cincuenta días de la alegría por la vida nueva de nuestro Señor crucificado. Y este final de la Pascua, es el día del Espíritu. El Espíritu de Dios que se cernía sobre la nada y hacía nacer la vida: “Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gn 2,7). Hoy, celebramos en su plenitud la efusión del Espíritu sobre la comunidad nueva que nace (Iglesia, Mt.16,18): “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban al Espíritu Santo” (Jn 20,21-22).

"Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,22). La Misión del Espíritu Santo:

“Como el Padre me amó, así también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor” (Jn 15,9). “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: El Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes. No los dejaré huérfanos volveré a ustedes” (Jn 14,15-18). En aquellos días, Jesús llegó desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y al salir del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma; y una voz desde el cielo dijo: "Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección" (Mc 1,9-11)
El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del designio de nuestra salvación hasta su consumación; pero en los “últimos tiempos” –inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo– el Espíritu se reveló y nos fue dado, fue reconocido y acogido como Persona (Catecismo , 686). Por obra del Espíritu, el Hijo de Dios tomó carne en las entrañas purísimas de la Virgen María. El Espíritu lo ungió desde el inicio; por eso Jesucristo es el Mesías desde el inicio de su humanidad, es decir, desde su misma Encarnación (Lc 1, 35). Jesucristo revela al Espíritu con su enseñanza, cumpliendo la promesa hecha a los Patriarcas (Lc 4, 18s), y lo comunica a la Iglesia naciente, exhalando su aliento sobre los Apóstoles después de su Resurrección. En Pentecostés el Espíritu fue enviado para permanecer desde entonces en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, vivificándola y guiándola con sus dones y con su presencia. Por esto también se dice que la Iglesia es Templo del Espíritu Santo, y que el Espíritu Santo es como el alma de la Iglesia.

El día de Pentecostés el Espíritu descendió sobre los Apóstoles y los primeros discípulos, mostrando con signos externos la vivificación de la Iglesia fundada por Cristo. «La misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia, enviada para anunciar y difundir el misterio de la comunión trinitaria». El Espíritu hace entrar al mundo en los “últimos tiempos”, en el tiempo de la Iglesia. La animación de la Iglesia por el Espíritu Santo garantiza que se profundice, se conserve siempre vivo y sin pérdida todo lo que Cristo dijo y enseñó en los días que vivió en la tierra hasta su Ascensión; además, por la celebración-administración de los sacramentos, el Espíritu santifica la Iglesia y los fieles, haciendo que ella continúe siempre llevando las almas a Dios.

«La misión del Hijo y la del Espíritu son inseparables porque en la Trinidad indivisible, el Hijo y el Espíritu son distintos, pero inseparables. En efecto, desde el principio hasta el fin de los tiempos, cuando Dios envía a su Hijo, envía también su Espíritu, que nos une a Cristo en la fe, a fin de que podamos, como hijos adoptivos, llamar a Dios “Padre” ( Rm 8, 15). El Espíritu es invisible, pero lo conocemos por medio de su acción cuando nos revela el Verbo y cuando obra en la Iglesia»
¿Cómo actúan Cristo y el Espíritu Santo en la Iglesia?: Por medio de los sacramentos, Cristo comunica su Espíritu a los miembros de su Cuerpo, y les ofrece la gracia de Dios, que da frutos de vida nueva, según el Espíritu. El Espíritu Santo también actúa concediendo gracias especiales a algunos cristianos para el bien de toda la Iglesia, y es el Maestro que recuerda a todos los cristianos aquello que Cristo ha revelado (Jn 14, 25s). «El Espíritu Santo edifica, anima y santifica a la Iglesia; como Espíritu de Amor, devuelve a los bautizados la semejanza divina, perdida a causa del pecado, y los hace vivir en Cristo la vida misma de la Trinidad Santa. Los envía a dar testimonio de la Verdad de Cristo y los organiza en sus respectivas funciones, para que todos den “el fruto del Espíritu” (Ga 5, 22)»

Creo en la Santa Iglesia Católica: La Iglesia es un misterio (Rm 16,25-27), es decir, una realidad en la que entran en contacto y comunión Dios y los hombres. Iglesia viene del griego “ekklesia”, que significa asamblea de los convocados. En el Antiguo Testamento fue utilizada para traducir el “quahal Yahweh”, o asamblea reunida por Dios para honrarle con el culto debido. Son ejemplos de ello la asamblea sinaítica, y la que se reunió en tiempos del rey Josías con el fin de alabar a Dios y volver a la pureza de la Ley (reforma). En el Nuevo Testamento tiene varias acepciones, en continuidad con el Antiguo, pero designa especialmente el pueblo que Dios convoca y reúne desde los confines de la tierra para constituir la asamblea de todos los que, por la fe en su Palabra y el Bautismo, son hijos de Dios, miembros de Cristo y templo del Espíritu Santo (Catecismo , 777).

En la Sagrada Escritura la Iglesia recibe distintos nombres, cada uno de los cuales subraya especialmente algunos aspectos del misterio de la comunión de Dios con los hombres. “Pueblo de Dios” es un título que Israel recibió. Cuando se aplica a la Iglesia, nuevo Israel, quiere decir que Dios no quiso salvar a los hombres aisladamente, sino constituyéndolos en un único pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que le conociera en la verdad y le sirviera santamente. También significa que ella ha sido elegida por Dios, que es una comunidad visible que está en camino –entre las naciones– hacia su patria definitiva. En ese pueblo todos tienen la común dignidad de los hijos de Dios, una misión común, ser sal de la tierra, y un fin común, que es el Reino de Dios. Todos participan de las tres funciones de Cristo, real, profética y sacerdotal (Catecismo , 782-786).

Cuando decimos que la Iglesia es el “cuerpo de Cristo” queremos subrayar que, a través del envío del Espíritu Santo, Cristo une íntimamente consigo a los fieles, sobre todo en la Eucaristía, los incorpora a su Persona por el Espíritu Santo, manteniéndose y creciendo unidos entre sí en la caridad, formando un solo cuerpo en la diversidad de los miembros y funciones. También se indica que la salud o la enfermedad de un miembro repercute en todo el cuerpo (1 Co 12, 1-24), y que los fieles, como miembros de Cristo, son instrumentos suyos para obrar en el mundo (cfr. Catecismo , 787-795). La Iglesia también es llamada “Esposa de Cristo” (Ef 5, 26ss), lo cual acentúa, dentro de la unión que la Iglesia tiene con Cristo, la distinción de ambos sujetos. También señala que la Alianza de Dios con los hombres es definitiva porque Dios es fiel a sus promesas, y que la Iglesia le corresponde asimismo fielmente siendo Madre fecunda de todos los hijos de Dios.

La Iglesia también es el “templo del Espíritu Santo”, porque Él vive en el cuerpo de la Iglesia y la edifica en la caridad con la Palabra de Dios, con los sacramentos, con las virtudes y los carismas. Como el verdadero templo del Espíritu Santo fue Cristo (Jn 2, 19-22), esta imagen también señala que cada cristiano es Iglesia y templo del Espíritu Santo. Los carismas son dones que el Espíritu concede a cada persona para el bien de los hombres, para las necesidades del mundo y particularmente para la edificación de la Iglesia. A los pastores corresponde discernir y valorar los carismas (1 Ts 5, 20-22).

«La Iglesia tiene su origen y realización en el designio eterno de Dios. Fue preparada en la Antigua Alianza con la elección de Israel, signo de la reunión futura de todas las naciones. Fundada por las palabras y las acciones de Jesucristo, fue realizada, sobre todo, mediante su Muerte redentora y su Resurrección. Más tarde, se manifestó como misterio de salvación mediante la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Al final de los tiempos, alcanzará su consumación como asamblea celestial de todos los redimidos» (Catecismo , 778).

Cuando Dios revela su designio de salvación que es permanente, manifiesta también cómo desea realizarlo. Ese designio no lo llevó a cabo con un único acto, sino que primero fue preparando la humanidad para acoger la Salvación; sólo más adelante se reveló plenamente en Cristo. Ese ofrecimiento de Salvación en la comunión divina y en la unidad de la humanidad fue definitivamente otorgado a los hombres a través del don del Espíritu Santo que ha sido derramado en los corazones de los creyentes poniéndonos en contacto personal y permanente con Cristo. Al ser hijos de Dios en Cristo, nos reconocemos hermanos de los demás hijos de Dios. No hay una fraternidad o unidad del género humano que no se base en la común filiación divina que nos ha sido ofrecida por el Padre en Cristo; no hay una fraternidad sin un Padre común, al que llegamos por el Espíritu Santo.

La Iglesia no la han fundado los hombres; ni siquiera es una respuesta humana noble a una experiencia de salvación realizada por Dios en Cristo. En los misterios de la vida de Cristo, el ungido por el Espíritu, se han cumplido las promesas anunciadas en la Ley y en los profetas. También se puede decir que la fundación de la Iglesia coincide con la vida de Jesucristo; la Iglesia va tomando forma en relación a la misión de Cristo entre los hombres, y para los hombres. No hay un momento único en el que Cristo haya fundado la Iglesia, sino que la fundó en toda su vida: desde la encarnación hasta su muerte, resurrección, ascensión y con el envío del Paráclito. A lo largo de su vida, Cristo –en quien habitaba el Espíritu– fue manifestando cómo debía ser su Iglesia, disponiendo unas cosas y después otras. Después de su Ascensión, el Espíritu fue enviado a la Iglesia y en ella permanece uniéndola a la misión de Cristo, recordándole lo que el Señor reveló, y guiándola a lo largo de la historia hacia su plenitud. Él es la causa de la presencia de Cristo en su Iglesia por los sacramentos y por la Palabra, y la adorna continuamente con diversos dones jerárquicos y carismáticos [5] . Por su presencia se cumple la promesa del Señor de estar siempre con los suyos hasta el final de los tiempos (Mt 28, 20).

Para nuestra catequesis:

1. Con la exaltación de Cristo por medio de la Resurrección, la era de Jesucristo se convierte en la era del Espíritu Santo. El Resucitado obra en su Comunidad de creyentes por la fuerza y la eficacia del Espíritu. La acción del Espíritu (Hch 2, 1-11) manifiesta al mundo la legitimación de la misión recibida por parte de Cristo. El Espíritu Santo hace que la tímida comunidad cristiana salga al público y continúe su misión.

2. La paz que Jesús da a los discípulos (Jn 20, 19-23) es más que un saludo. Como Jesús fue enviado por el Padre, así también Cristo envía a sus apóstoles: recibid el Espíritu Santo. Con Pentecostés comienza la Iglesia. El Señor sopló sobre los discípulos, como Dios sopló en la creación del hombre (Gén 2, 7), y les comunicó el don de vida que Dios había comunicado al hombre. Pentecostés constituye el origen de una nueva humanidad, de una nueva creación.

3. El don del Espíritu Santo es comunicado contra el pecado. El poder de perdonar los pecados debía provenir de Cristo. El envío de los apóstoles al mundo es prolongación del envío que el Padre hizo de su Hijo (Jn 17, 18). Los apóstoles, con la venida del Espíritu Santo, están habilitados para llevar adelante la obra que Cristo inició en su vida terrena (Jn 17, 11).

4. Los carismas, en los que abundaba la Iglesia primitiva (como lo vemos por la Iglesia de Corinto, 1Cor 12), presentaban sus peligros, como el de confundir la fe con los signos externos. De ahí que san Pablo nos ofrezca los criterios a seguir para distinguir los verdaderos carismas de los falsos. Primer criterio de discernimiento o distinción del auténtico carisma es su contribución a reforzar la fe en Cristo. Segundo criterio, la colaboración de los diversos carismas al único designio de Dios (1Cor 12, 4-6). Siendo Dios la única fuente de carismas, entre estos no puede haber oposición.

Si nos dejamos guiar por el Espíritu, todo servicio es en bien común y promueve la unidad del cuerpo (1Cor 12, 7). Todos los carismas tienen que dar vitalidad al cuerpo místico que es la Iglesia. Es la verdad que Él irá descubriéndonos poco a poco hasta que lleguemos a la verdad plena. Pero no solo eso, nos “anunciará lo que está por venir”. Quiere decir que no todo está terminado, que la obra de Dios sigue y nos compromete continuar con su obra en la historia de la Iglesia. Nos empuja hacia delante. Cada día damos un paso, pero cada día tenemos que descubrir lo que “aún está por venir”, lo que está por suceder, nos pone en un proceso de desarrollo constante y un vivir al día con los avances y el caminar de los hombres. Nos recordará el pasado, pero mirando hacia el futuro. El pasado es lo que ya hemos hecho. El futuro es lo que aún tenemos que hacer. Por eso el Evangelio se va escribiendo día a día en nuestra historia. Dios y el Evangelio y Jesús se van actualizando cada día.
En otras palabras, la misión del Espíritu Santo en la Iglesia es: El que suscita cambios y la conversión de los corazones a las exigencias y verdades del Evangelio. Sin esta transformación de los corazones seriamos de una cultura religiosa sin visión ni misión y la Iglesia seria mera comunidad de historia pasada. El que empuja, anima y guía a la Iglesia en su fidelidad al Evangelio y a Jesús, y en su fidelidad a los hombres de todos los tiempos. El que congrega y suscita la comunidad. Es cierto que a la comunidad la dota de una serie de servicios y carismas, pero la verdad de la Iglesia es “todo el pueblo de Dios” y no un grupo especializado dentro del Pueblo de Dios. Por eso mismo, el Espíritu guía y gobierna a la Iglesia regalando los dones necesarios a cada uno, según la misión que cada uno tiene dentro de la comunidad.

Tenemos que decir, que el Espíritu Santo guía a la Iglesia desde las cabezas que la gobiernan, pero también desde la vida y la fidelidad de cada uno de nosotros.
El primer don del Espíritu a su Iglesia es el don de la comunión, el sentirnos uno, en la unidad de la mente y del corazón, la unidad en la verdad y en la caridad. Donde no hay verdad del Evangelio no está el Espíritu, donde no hay comunión y comunidad fraterna, tampoco está el Espíritu. Por eso, la ruptura en la verdad la llamamos “herejía” y la ruptura en la comunión y unidad la llamamos “cisma”.

Recordemos los dones del espíritu santo:

El Don de Sabiduría. Es el don que nos capacita para descubrir el misterio insondable de Dios y de Cristo, relativizando o poniendo en su verdadero lugar, las cosas y a las personas.
El Don de Inteligencia. Nos hace comprender las riquezas y maravillas de la fe. Nos descubre la importancia de la fe en nosotros.
El Don de Ciencia. Nos ayuda a ver la verdad de las cosas, a valorarlas adecuadamente y a situarnos en la libertad de Hijos de Dios frente a las cosas.
El Don de Consejo. Nos muestra los verdaderos caminos de Dios, los caminos de la santidad y, sobre todo, nos ayuda a discernir con sentido de fe en los casos en que debemos tomar decisiones.
El Don de Fortaleza. Nos hace capaces de enfrentar las dificultades y los momentos difíciles de nuestra fe. Es el don que nos hace fuertes en las tentaciones.
El Don de Piedad. Es el don de la filiación divina. Nos revela el misterio de la paternidad divina y nuestra condición de hijos. Marca nuestras relaciones filiales con Dios Padre.
El Don de Temor de Dios. No es el temor servil, sino el temor amoroso de hijos. Nos da fuerza para no ceder a la tentación y evitar todo aquello que pudiera apartarnos de Dios.
 De los siete dones, tres se refieren al conocimiento: El don de inteligencia, el don de ciencia, el don de sabiduría. Todos ellos relacionados con la verdad.