domingo, 15 de septiembre de 2024

DOMINGO XXV – B (Domingo 22 de Setiembre de 2024)

DOMINGO XXV – B (Domingo 22 de Setiembre de 2024)

Proclamación del santo evangelio según San Marcos: 9,30-37:

9:30 Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera,

9:31 les decía: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará".

9:32 Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas.

9:33 Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: "¿De qué hablaban en el camino?"

9:34 Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande.

9:35 Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: "El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos".

9:36 Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo:

9:37 "El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado". PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados hermanos Paz y Bien en el Señor.

¿Cómo ser grande a los ojos de Dios y no a los ojos del mundo?  “El que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo; así como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud" (Mt 20,26-28; Mc 9,35). La pregunta recurrente que nos hacemos es: ¿Qué he de hacer para heredar la salvación eterna? (Mc 10,17). El domingo pasados hemos dicho que la salvación es tema fundamental en nuestra vida, pero no hemos de obtener la salvación como quisiéramos nosotros (Mt 16,32). Dios nos salvara como Él quiere (Cruz) y no como deseamos, salvación, es decir salvación sin cruz. Hoy nos agrega Jesús otro aspecto importante para nuestra salvación: El servicio con amor es opción estratégica para obtener nuestra salvación.

Servir a la comunidad con amor: “Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes… Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican” (Jn 13,13-17).

Mientras caminaban de regreso hacia Cafarnaúm, Jesús observó que sus discípulos discutían nerviosamente. Cuando les preguntó de qué se trataba, callaron avergonzados, pues su discusión versaba sobre quién era el más importante entre ellos. Era evidente que no habían comprendido nada: Jesús da su vida por los hermanos. Entonces el mismo Jesús se lo explicó con luz meridiana: «El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.» (Mc 9,35). La expresión de Jesús es una nueva formulación del principio de la cruz: entregarse a la muerte es servir a todos como si fuéramos el último. Por lo tanto, hay algo esencial en Jesús y en sus discípulos: el servicio a la comunidad. Se podrán hacer muchas elucubraciones teológicas sobre Jesús, discutir este o aquel título bíblico, pero ya tenemos un elemento sumamente concreto sin el cual no podemos "comprender" a Jesús. Y si Jesús es incomprensible sin esta actitud, también lo es el cristianismo y el cristiano en particular. 

El servicio por amor al prójimo por ende a Dios nos pone en el cielo.  Pero, cuidado; donde hay envidias y peleas, hay desorden y toda clase de males, nos advierte Santiago en su carta, no nos encamina a la salvación. Esto puede aplicarse a un grupo, a una familia, o a una comunidad reunida en torno al altar. La envidia todo lo envenena, las relaciones familiares, las relaciones sociales; la envidia arruina la confianza mutua y falsifica y amarga las expresiones de religiosidad. Con razón dice Santiago que con ella entran en el corazón humano “toda clase de males”. Lo contrario de la envidia es la caridad, y si la primera es fuente de conflictos, la segunda lo es de reconciliación. Aquel que ha erradicado de su corazón la envidia “es amante de la paz”, y por eso “los que procuran la paz están sembrando la paz; y su fruto es la justicia”. Porque no puede haber paz verdadera que no se asiente sobre la justicia, de modo que si no hay justicia no puede haber paz.

Dice el Evangelio que Jesús “instruía a sus discípulos”. Los discípulos somos nosotros que, como todos los domingos, nos reunimos para escuchar su Palabra y celebrar la Eucaristía. ¿Cuál es la enseñanza que el Señor quiere transmitirnos hoy? Desde luego no se trata de una doctrina puramente teórica, sino que habla de la vida, del fatal desenlace de la vida de Jesús: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará”. Este es el segundo anuncio de la Pasión que hace Jesús a sus discípulos y en él destaca la responsabilidad de los hombres en la muerte del Señor. No se habla aquí de los ‘judíos’ o de los ‘romanos’ como autores materiales de la muerte de Jesús, sino de los ‘hombres’, para indicar que cada uno ha contribuido con sus pecados a la pasión de Cristo. No vale decir que ‘aquellos’ lo mataron, como si yo tuviera las manos completamente limpias de culpa. El Hijo del hombre fue rechazado por los hombres, y aquí estamos incluidos todos, porque también nosotros, a veces, con nuestra forma de pensar y actuar, le rechazamos prácticamente, cuando no le permitimos que él sea ‘Señor’ de nuestras vidas, cuando no aceptamos su invitación a convertirnos para entrar en el Reino, cuando rehusamos o no estimamos el don de su gracia y de su perdón. Como esto resulta duro de admitir, preferimos no darnos por enterados, preferimos discutir de otras cosas. También a nosotros, como a los apóstoles, nos da miedo preguntarle por su pasión, por las causas que le condujeron a ella y por nuestra parte de responsabilidad en su muerte.

El caso es que, mientras Jesús intentaba hacerles comprender el significado de su pasión y de su entrega a la muerte por todos, los discípulos se entretenían en discutir sobre “quién era el más importante”. Es difícil encontrar en el Evangelio una incomprensión mayor: Jesús habla de su entrega, de su humillación hasta la muerte, y a los discípulos les preocupa el ascenso social, la promoción a los primeros puestos. Da la impresión de que no han entendido una palabra del mensaje del Señor. Lo que Jesús es, dice y hace no ha penetrado todavía en el corazón de los discípulos. Por eso, “se sentó, llamó a los Doce y les dijo: ‘Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Esta es la lógica del Reino de Dios, que nada tiene que ver con el juego de poder de este mundo. Aquí, en la óptica de los criterios y valores mundanos, lo que se cotiza son los primeros puestos, es el hacerse servir y obedecer; los últimos, los pequeños, los humildes, los no ambiciosos... están perdidos, no tienen nada que hacer. En el mundo de los intereses, del rendimiento y de la productividad, los desinteresados, los voluntarios, los serviciales por amor y en gratuidad, son incomprendidos, resultan incómodos. Su reacción es como la de los malvados del libro de la Sabiduría: “Acechemos al justo que se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados... es un reproche para nuestras ideas y sólo verlo da grima; lleva una vida distinta de los demás y su conducta es diferente”.

El servidor: Jesús, como el primer servidor de todos, nos invita a los discípulos a tener una actitud semejante a la suya. El se hizo nuestro servidor, él se puso en nuestras manos, él se entregó a nosotros. Por eso difícilmente puede llamarse discípulo de Cristo aquel que oprime a prójimo o se aprovecha de él o lo explota de cualquier forma. Desde su propio ejemplo, Jesús nos invita a ser serviciales, siempre dispuestos a echar una mano cada uno en la medida de sus posibilidades. No creo que sea exagerado decir que en nuestras iglesias y comunidades parroquiales a veces se ven demasiados ‘señores’ y pocos ‘servidores’; muchos exigen que todo funcione bien pero pocos son los dispuestos a arrimar el hombro. Y, sin embargo, el discípulo de Jesús ha de caracterizarse, si quiere ser fiel a su Maestro, por su disponibilidad para el servicio y la ayuda a los demás. Porque servir a los necesitados es servir a Cristo mismo. Es lo que él quiso decirnos al abrazar a aquel niño como símbolo de todos los necesitados, desamparados y oprimidos de este mundo: “El que acoge a un niño como éste en ni nombre, me acoge a mí” y, en última instancia, acoge al Padre que me ha enviado. Esta es, pues, la enseñanza de Jesús a nosotros, sus discípulos: él se entrega por nosotros, para que nosotros sigamos sus pasos y así participemos de su mismo destino de gloria en la resurrección.

¿De qué discutíais por el camino? Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús, por el camino, va diciendo que "va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará", y ellos, por el camino, discuten acerca de quién es el más importante. Dos actitudes opuestas: Jesús camina impulsado por su amor al Padre y a los hombres, y va a entregar su vida para gloria del Padre y salvación de los hombres, y los discípulos que caminan movidos solamente por su amor propio y buscando exclusivamente su propia gloria. Contemplemos la terrible soledad de Jesús...

Para Jesús lo único verdaderamente importante es el amor, y el servicio es la práctica del amor. Este es el único título de dignidad y de honor y de importancia. Sólo los que aman son ilustrísimos y excelentísimos. Sólo los que aman son los primeros y tienen la preferencia. A los servidores, a los últimos, a los que son capaces de lavar los pies, a los que no viven más que para ayudar, a los que sólo buscan el bien de los demás, a éstos es a los que hay que cuidar y mimar como oro en paño. Solamente a éstos. Lo demás es vanidad, fatuidad, fanfarronería. Para Jesús solamente vale el servicio por amor, el ponerse a los pies del otro, el despojarse de todo rango, el ser menos que nadie, el considerar a los demás más que a uno mismo. Esta es la dignidad de Jesús. Él es el hombre por excelencia y el modelo de todo comportamiento entre los hombres. Él está ahora entre nosotros presidiendo, porque fue capaz de dar su vida por todos, el siervo de sus hermanos. Por eso, si alguno de nosotros se pone delante de los otros, ha de ser sólo para servir.

No entendemos nada, ni aun recibiendo la comunión del Cuerpo entregado por nosotros, de la sangre derramada por nosotros. El que recibe a Jesús, el Siervo, el Servidor, o se pone de rodillas al servicio de los hombres, o contradice la misma comunión que recibe. ¿Cómo se puede comulgar al Servidor creyéndose uno más importante que alguien?

domingo, 8 de septiembre de 2024

DOMINGO XXIV – B (15 de setiembre de 2024)

 DOMINGO XXIV – B (15 de setiembre de 2024)

Proclamación del santo evangelio según San Marcos 8,27-35:

27 Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?.

28 Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas».

29 «Y ustedes, ¿quién dicen que soy? Pedro le contesto: ¿Tú eres el Mesías».

30 Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de él.

31 Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días;

32 y les hablaba de esto con toda claridad. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo.

33 Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».

34 Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.

35 Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará. PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

“Dios es amor” (I Jn 4,8). “Nosotros hemos visto y atestiguamos que el Padre envió al Hijo como Salvador del mundo. El que confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, permanece en Dios, y Dios permanece en él” (I Jn 4,14-15). Si Dios es amor; nadie ama lo que no conoce. Si no conocemos a Dios en vamos decimos que conocemos a Dios. “Ustedes, ¿quién dicen que soy yo?" Pedro respondió: "Tú eres el Mesías" (Mc 8,29). La respuesta es correcta, pero ¿Qué entiende Pedro por Mesías? Entiende como todo judío: Un mesías que les salvara de la esclavitud de los romanos que somete a los judíos desde el año 63 A.C. los librara mediante la fuerza (guerra). Los judíos esperan un Mesías héroe, guerrillero. Por eso cuando Jesús  comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con toda claridad. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo (Mc 8,31-32).

El domingo anterior, recordemos que en la parte final del evangelio la gente hizo una profesión colectiva y publica y decían: "Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos" (Mc 7,37). Hoy siguiendo en la misma línea de profesión de fe constamos también la profesión de fe de los apóstoles pero con un matiz muy diverso y sorpresivo.

“Los Judíos lo rodearon a Jesús y le preguntaron: «¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dínoslo abiertamente». Jesús les respondió: «Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Pero, las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí, y ustedes no creen, porque no son de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10,24-27). “Por causa de Jesús, se produjo una división entre la gente” (Jn 7,43). Y Para ti ¿Quién es Jesús?

El evangelio de este domingo lo podemos dividir en dos partes: en la primera, Jesús se revela a sí mismo y nos dice quién es él y cómo debemos pensarlo y concebirlo. En la segunda, él mismo indica quiénes somos nosotros en cuanto, seguidores suyos, qué implica seguirlo y cuándo alguien puede llamarse su discípulo. Esta segunda parte se refiere al verdadero rostro del cristiano.

Mientras Jesús se dirigía hacia la ciudad de Cesarea de Filipo, ciudad construida en el nacimiento del Jordán como homenaje del rey Filipo al César romano, creyó oportuno hacerles a los discípulos la gran pregunta: Qué pensaban de él. La proximidad de la ciudad levantada en homenaje al dominador del pueblo judío, con sus templos paganos y su estilo de vida tan opuesto al ideal judío, parecía casi insinuar la pregunta y poner sobre el tapete la cuestión del Mesías. ¿Hasta cuándo el pueblo de Dios continuaría dominado bajo el yugo romano? ¿Es que Dios se había olvidado de los suyos? ¿No había venido ya Juan, cual nuevo Elías, preparando el camino al Enviado de Dios? ¿No tenía Jesús todas las apariencias y toda la popularidad necesaria como para iniciar la guerra santa y poner en marcha los tiempos mesiánicos?

Seguramente Jesús adivinó aquellos pensamientos que quisieron hacer eclosión después de la multiplicación de los panes, y él mismo introdujo la pregunta; pero no quiso interpelarlos ex abrupto, así que comenzó rodeando el problema con una pregunta introductoria: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ya conocemos la respuesta. Pero la pregunta puesta en boca de Jesús es, de alguna manera, la pregunta que siempre la Iglesia hizo mirando a su alrededor: ¿Qué se piensa en el mundo sobre Cristo? ¿Cómo lo ven los demás pueblos? ¿Qué se opina sobre él en un país cristiano por tradición?

Sería muy interesante averiguarlo, ya que en gran medida la imagen que los hombres tengan de Jesús, proviene de nuestra fe y de nuestro testimonio. ¿Cómo creen que es Jesús quienes nos ven a nosotros como cristianos, es decir, como sus seguidores? De la respuesta que dieron los apóstoles como respuesta "de la gente", se desprende que Jesús puede ocupar en el mundo el sitial de un gran personaje, de un reformador, de un hombre bueno, pero... ¿nada más que eso es Jesucristo? ¿Qué dice la fe cristiana? «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Es la gran pregunta que, tarde o temprano, ha de escuchar la misma Iglesia y cada cristiano. Porque puede suceder que sigamos a Jesús sin saber a quién seguimos, o que llevemos su nombre sin saber qué significa ese nombre y ese hombre.

En efecto, con sinceridad, ¿quién es Jesús para nosotros? ¿Qué esperamos de él? ¿Qué nos impulsa a escuchar su palabra, a bautizar a nuestros hijos, a celebrar ciertas fiestas en su honor? Y se levanta Pedro, que responde con el corazón más que con los labios; más con el sentimiento que con la mente: «Tú eres el Mesías.» Lo que nadie se había animado a decir, lo afirmó él; por primera vez, se atrevió a mirar a Jesús en los ojos y lo urgió a que asumiera su papel: el Mesías liberador del pueblo. Debió de producirse un gran silencio, y Jesús sintió que todas las miradas estaban clavadas en él a la espera de una sola palabra, una orden, un grito para iniciar la gran rebelión.

Una vez más, Jesús, leyendo en el interior de Pedro, comprendió que estaba ante la gran tentación de su vida. Le esperaban el poder, la gloria, las riquezas y los honores. Como nunca, comprendió que la voz del Padre no había sido escuchada por sus discípulos y que a él mismo le era difícil acatarla momento a momento.

Y cuando Pedro pronunció aquella palabra casi tabú: «Mesías», Jesús comenzó a recordar lo que estaba escrito sobre el Mesías en los cánticos del Siervo de Yavé. No era un mesías guerrero, ni un caudillo de la espada, ni un gran conquistador lo que Dios tenía pensado sobre su elegido. Era un hombre que debería asumir en el dolor la tarea de redimir el orgullo humano: «Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos» (primera lectura). Y aun a riesgo de perder su popularidad y hasta esa fe vacilante de los apóstoles, Jesús -nos narra Marcos- les ordenó severamente que no se lo dijeran a nadie. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho; que iba a ser rechazado por los ancianos, que sería condenado a muerte y que resucitaría al tercer día.

Y concluye Marcos: "Se lo explicaba con toda claridad". Como nosotros en Semana Santa ya hemos meditado sobre todo esto, ahora insistiremos en las siguientes ideas:

-Jesús ordena que a nadie digan que él es el Mesías. Fue una manera de decirles: No se os ocurra enseñar jamás que yo soy ese mesías que vosotros estáis pensando ahora. Sí, soy mesías, pero no como vosotros lo pensáis y sentís. El Cristo que deberéis anunciar siempre es el que yo mismo os voy a revelar.

-Y este mesías cristiano está señalado con dos signos característicos: el dolor y el rechazo. No sólo sufrirá mucho, sino que sentirá en carne propia el rechazo de los suyos y la oposición de esa misma gente que se decía religiosa y que ocupaba altos cargos en la nación.

El gran misterio de este texto no está en la incredulidad de los de fuera, sino en la resistencia que la misma Iglesia pone a Jesús como Mesías sufriente y humilde. Tan cierto es esto que -según relato de Marcos- Pedro se enfadó mucho con Jesús, se sintió profundamente defraudado por palabras tan peregrinas, y entonces lo tomó aparte y lo reprendió por lo que estaba diciendo; le discutió ese punto de vista que, bajo ningún aspecto, estaba dispuesto a aceptar.

Jesús comprendió que debía obrar con rapidez y firmeza, y le reprochó aquello mientras miraba a los demás apóstoles, dando a entender que el reproche iba dirigido a todos: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» Satanás ya no viene del mundo exterior sino que se ha infiltrado en la Iglesia de Cristo; más aún, se ha sentado en la misma silla de los jefes religiosos. Satanás, que no puede destruir a Cristo, trata de destruir su verdadera imagen; lo que no pudo lograr con Jesús, tratará de hacerlo con sus seguidores, de Pedro para abajo, del Papa y los obispos hasta el último laico.

La tentación demoníaca se ha hecho carne en la comunidad cristiana y tiene ya una precisa formulación. Hay que rechazar toda forma de cristianismo sufriente, hay que oponerse a que seamos perseguidos por la fe, hay que concluir con las formas humildes y pacíficas. Queremos seguir a Cristo Rey y queremos el poder, tanto el político como el religioso. Queremos gobernar el mundo con el cetro de Cristo; necesitamos bienes y riquezas para expandir el Evangelio y demostrar así quién es el más fuerte y quién el más rico. Si triunfamos, es porque Dios nos bendice...

Ninguno de nosotros ignora que, a lo largo de los siglos, la Iglesia estuvo sometida a la tentación de este Satanás que tan solapada y subrepticiamente se ha escurrido en el templo, en las curias, en las parroquias, en las congregaciones religiosas, en las instituciones cristianas, en la literatura religiosa y en los catecismos. La página de hoy de Marcos es una voz de alarma: ¡Cuidado! ¡Satanás se ha infiltrado en la Iglesia para que rechacemos al Cristo de la humildad, del dolor y de la pobreza! También puede haberse infiltrado en esta pequeña comunidad que hoy está aquí reunida. De aquí la pregunta de Jesús: «¿Quién decen que soy yo?»

2. Quién es discípulo de Jesús: En la segunda parte del texto evangélico, Jesús se dirige no sólo a los apóstoles, sino a toda la multitud de gente que quiera seguirlo. En pocas palabras, nos traza un ideario cristiano que no puede ser otro que el mismo ideario de Jesucristo.

- «El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo». El que quiera seguirme... Cada uno debe elegir entre los pensamientos de Dios y los pensamientos de los hombres sobre el Mesías. Es razonable pensar que haya otras formas más fáciles de vivir una religión; también hay otras maneras de encarar la misión de la Iglesia en el mundo. Jesús no ejercerá el poder para obligarnos a una forma u otra. La decisión la debe tomar cada uno desde su interior. Seguir a Jesús, a este Jesús tal cual él se presenta, debe ser un acto libre y consciente. Debe ser el fruto de una decisión personal. Supone que analicemos el problema, que estudiemos el Evangelio, que comprendamos las palabras de Jesús y que escuchemos otras doctrinas. Y después, decidirnos. Mas quien quiera seguirlo, que sepa que deberá hacerlo de acuerdo con el modo indicado por el mismo Jesús. No podemos fabricar un cristianismo sin este Cristo.

Que se niegue a sí mismo... Renunciar a algo es abandonar una cosa por otra considerada mejor. Pues bien, Jesús nos dice que quien quiera ser su discípulo, debe negarse, renunciar a sí mismo. No sólo a unas horas por el día o a tal descanso, sino a todo, las 24 horas de todos los días.

Alguno podrá pensar que esto ya es inaceptable, pues nos alienaría totalmente. ¿Acaso no se ha afirmado que el cristianismo valora la persona humana y quiere el crecimiento total del hombre? ¿Cómo conciliar dicha afirmación con esta otra de que nos tenemos que renunciar y negar a nosotros mismos? La objeción no es nueva y la respuesta no es tan simple.

En efecto, si la expresión «negarse a sí mismo» significara: anularse a uno mismo como persona, no ser capaz de tomar una decisión, esperar que alguien piense y decida por nosotros, someternos incondicionalmente a la autoridad religiosa y otras cosas por el estilo, es obvio que ningún hombre digno podría aceptarla. Porque de nada nos vale que nos libremos de tal o cual dominación -llámese del pecado o de Satanás- para caer bajo la esclavitud de Dios o de la Iglesia. Un cambio de amo no nos haría más libres. Sin embargo, si hay un dato por demás claro en los evangelios, es que Jesús nos trae la plena libertad como personas y como comunidad. Veamos, entonces, si desde este ángulo arrojamos luz sobre el texto en cuestión.

Jesús ha rechazado como venido del mismo Satanás el reproche de Pedro y su insinuación para que asumiera su mesianismo como una forma de poder. El poder es un «pensamiento de los hombres, no de Dios», es la fuerza que nos esclaviza, el dios que nos aliena. El poder bajo sus diversas formas -político, religioso, económico, social- nos exige la total entrega, impidiendo de esta manera que nos podamos sentir personas libres.

Todo régimen opresor aliena al hombre. Mas hay una particularidad: cuando nos adherimos a esas formas de poder -por ejemplo, del dinero o del status-, no nos damos cuenta de que estamos bajo su dominio; a tal punto nos identificamos con ese poder, que llegamos a tener la ilusión de que somos más en la medida que más disponemos de ese poder. Nos creemos, por ejemplo, más personas por tener más dinero, un cargo importante o un título profesional. Es una trampa sutil, porque el enemigo está dentro de nosotros y se hace pasar por nosotros mismos.

Es que toda tentación externa tiene su aliado en algo que está dentro del hombre: su egoísmo. El egoísmo nos aprisiona y nos traiciona. Pedro y los demás apóstoles corrieron el riesgo de traicionar a Dios y su plan redentor, por egoísmo; Judas traiciona a Jesús por egoísmo; y por egoísmo podemos traicionar a la esposa, a los hijos, a un amigo o a la comunidad entera. Por lo tanto, es inútil pensar en la liberación del hombre -en una liberación de algo exterior al hombre- si no comenzamos por la liberación interior. Digamos que Satanás no sólo se ha infiltrado en la Iglesia como comunidad, sino en cada uno de sus miembros. Y es en el interior de cada uno donde ha de librarse la primera y principal batalla.

Siguiendo estas reflexiones, tratemos de descubrir el sentido de la expresión: «Que se niegue a sí mismo.» Podría ser el siguiente: Quien quiera la liberación que trae Jesús, que comience liberándose en su propio interior de cuantas fuerzas internas lo tienen aprisionado. Que se libere de su mentira, de su orgullo, de su vanidad, de su afán de lucro, de su autosuficiencia...

Para liberarse con Cristo, tendrá el hombre que llenarse del Cristo de la verdad, de la sinceridad, de la entrega, de la pobreza, del amor. Pero la verdad no puede convivir con la mentira, ni la humildad con el orgullo, ni el amor con el odio. No hay, entonces, alternativa posible: o el hombre "se niega a sí mismo" con todo lo que de opresor implica y entonces puede llenarse con la libertad de Cristo; o bien opta por un vivir para sí mismo y rechaza al Cristo de la fe.

Negarse a sí mismo es dejar de vivir para uno mismo. ¿Para quién viviremos, entonces? Para los otros: la esposa, los hijos, los pobres, la comunidad, la humanidad entera. El auténtico cristiano es libre, precisamente porque es libre para darse. No tiene en sí mismo obstáculo alguno que le impida amar.

El pensamiento de Jesús es realmente genial en este pasaje. La vida humana se nos presenta como un enigma que descifrar: ¿Cómo ser libre y feliz? Aparentemente, la respuesta es: afirmando nuestro ego, convirtiéndonos en el centro, acaparando, dominando a los otros para que nos sirvan. Y la respuesta es la inversa: la enigmática respuesta del Hombre Nuevo que nos trae la libertad interior: demos muerte al enemigo que está dentro y desaparecerán todos los enemigos.

-«Que cargue con su cruz y que me siga, porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará.» El enigma de la vida continúa. Las apariencias vuelven a engañarnos. Nada peor y más humillante que nos carguen con una cruz. Y Jesús lo confirma: que nadie te cargue una cruz. Tómala tú mismo. La cruz es un modo de encarar la vida, y ese modo debe ser aceptado desde el corazón. Tomar la cruz es preguntarse cada día: ¿En qué puedo servir a mi hermano? ¿Qué debo dar hoy? ¿Cómo puedo engendrar vida en quien la necesita? Hay quienes se aferran de tal modo a sí mismos, que salvar su vida es su ideal. Todo es pensado y vivido en función de su egoísmo. Para Cristo, ese hombre está perdido; es un pobre hombre.

El discípulo de Jesús arriesga todo por su ideal. Si Cristo lo libera interiormente, justo es que por esa libertad lo arriesgue todo, hasta la misma vida. En efecto, ¿qué valor puede tener una vida sin libertad interior? Dicho lo mismo con otras palabras: hay vivir y vivir, hay vida y vida.

Hay dos maneras de encarar la existencia. El cristiano se decide por la forma de Cristo, aquella que sacrifica todo, que renuncia a todo, por la libertad de amar sin medida. Es la forma más arriesgada, más exigente y más comprometida. Pero está la otra forma... Y en el medio estamos nosotros. El que quiera, dice Jesús, que me siga... La cruz ya está armada, pero nadie nos podrá cargar con ella. Debe tomarla uno mismo. Si uno deja que se la impongan, es un esclavo cristiano. Esclavo al fin... Si no la toma, es esclavo de sí mismo. Si la toma, morirá en ella. Morirá como hombre libre. Esa es la paradoja: “El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará” (Mc 8,35).

domingo, 1 de septiembre de 2024

DOMINGO XXIII – B (08 de Setiembre del 2024)

 DOMINGO XXIII – B (08 de Setiembre del 2024)

Proclamación del Santo evangelio según San Marcos 7,31-37:

7:31 Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.

7:32 Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos.

7:33 Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua.

7:34 Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: "Efatá", que significa: "Ábrete".

7:35 Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.

7:36 Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban

7:37 y, en el colmo de la admiración, decían: "Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos". PALABRA DEL SEÑOR.

Queridos(as) hermanos(as) en el Señor Paz y Bien.

Dijo Jesús: "He venido a este mundo para un juicio. Para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven". Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: "¿Acaso también nosotros somos ciegos?" Jesús les respondió: "Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado” (Jn 9,39-41). El pecado está en que, ven y no creen en lo que ven. Preguntan a Jesús: "Juan el Bautista nos envía, Señor: "¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? En esa ocasión, Jesús curó a mucha gente de sus enfermedades, de sus dolencias y de los malos espíritus, y devolvió la vista a muchos ciegos. Entonces respondió a los enviados: "Vayan a contar a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados y los sordos oyen, los muertos resucitan, la Buena Noticia es anunciada a los pobres” (Lc 7,19-22).

Los discípulos preguntaron a Jesús: ¿Quién ha pecado, él o sus padres, para que este naciera ciego? Jesús respondió: Ni él ni sus padres han pecado para que naciera ciego, sino que este ha nacido ciego para que se manifieste en él, la gloria de Dios” (Jn 9,2-3).

En el evangelio leído hoy se puede notar tres momentos: 1) La descripción (Mc 7,31-32). 2) Los signos y gestos (Mc 7,33-34). 3) Los efectos (Mc 7,35-37).

1. La descripción: “Se marchó de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él” (Mc 7,31-32).

El evangelista Marcos ve la necesidad de dar detalles precisos sobre el sufrimiento del sordo y mudo. En el versículo (Mc 7,32) hace dos afirmaciones concretas sobre la situación del sordomudo. Primero lo describe como un sordo que además hablaba con dificultad. Se trata de una persona que no oye y que se expresa con unos sonidos confusos, guturales de los cuales no se consigue captar el sentido. Pero en segundo lugar él especifica que le ruegan a Jesús que imponga la mano sobre él. Se nota también que este hombre no sabe siquiera qué es lo que quiere puesto que es necesario que otros lo lleven hasta donde Jesús. El caso en sí es bien desesperado.

2. Los signos y gestos: “El, apartándole de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: «Effatá», que quiere decir: ¡Ábrete! Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente” (Mc 7,33-35). Jesús, apartándose de la gente a solas con este enfermo de incomunicación lo lleva de un espacio de bullicio a otro espacio de silencio que supera el silencio absurdo al que ha sido sometido este hombre por su enfermedad. Jesús lo lleva a un nuevo silencio, un silencio que brota de la comunión íntima entre los dos. Esta toma de distancia de la multitud lleva al sordomudo a una nueva experiencia, a abrir también los oídos a un nuevo conocimiento de Dios que se revela a través del interés, de la delicadeza que Jesús muestra amablemente por él. 1) Le introduce los dedos en las orejas para volver a abrirle los canales de la comunicación. 2) Le unge la lengua con saliva para transmitirle su misma fluidez comunicativa en la que expresa toda la riqueza que lleva dentro. Jesús le da su propia comunicación, su capacidad de hablar desde el fondo del misterio.

¿Cómo describir la intensa identificación entre Jesús y el sordomudo? La increíble manera que Jesús tiene de entrar en la vida de una persona encerrada en su propio mundo, en su inercia para sacarla de allí, no de una manera superficial sino para hacer que se exprese de una manera clara como lo hacía el mismo Jesús que se relacionaba con Dios, con los pecadores, con los enemigos, con los niños, con los grandes sin ninguna dificultad. Y ¿Cómo expresarle amor a quien se ha bloqueado, a quien se ha encerrado en sí mismo sino con gestos físicos concretos? Jesús comienza con la sanación de la escucha y luego como consecuencia la sanación de la lengua. Primero saber oír para después poder hablar. La comunicación no es solamente física sino una comunicación profunda de corazón en la que Jesús capta lo hondo del corazón de este enfermo y le da voz en su propia oración. Este suspiro de Jesús indica la plenitud interior del Espíritu Santo en Jesús.

Effatá. Esta misma orden fue desde muy antiguo pronunciado en la liturgia del bautismo en el rito de iniciación cristiana de adultos. E inmediatamente después del imperativo, el evangelista nos describe el relato sin perder la finura. El milagro se describe en tres pasos: en primer lugar como una apertura: se le abrieron sus oídos. Se describe como una soltura de la lengua, como un nudo complicado que después se desata. Apertura, soltura de la lengua y capacidad de expresión correcta. Esto es lo que sucede en este hombre.

3. Efectos: “Jesús les mandó que a nadie se lo contaran. Pero cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban. Y se maravillaban sobremanera y decían todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7,36-37). La capacidad de expresión del sordomudo de repente se vuelve contagiosa. Todo el mundo se vuelve comunicativo. Se caen las barreras de la comunicación, la palabra se expande como el agua que ha roto las barreras de un dique. La gente queda tremendamente maravillada: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7,37).

Hay algo de terrible en el mundo del sordomudo, sobre todo si consideramos al sordomudo del tiempo de Jesús, que no disponía de los medios modernos de comunicación especial. Y tal era el hombre a quien Jesús separó de la multitud para curar, y tal es cada hombre cuando es separado para el acto de fe y deI bautismo.

En la antigüedad, a los que se preparaban para el bautismo se los llamaba precisamente «catecúmenos», palabra griega que significa literalmente: «los que escuchan», o sea, los que tienen los oídos abiertos. Y no solamente se les permita escuchar la Palabra de Dios, sino también hacer profesión de su fe, soltándoseles la lengua para proclamar el padrenuestro y el credo. Toda la preparación del catecúmeno iba encaminada, pues, a revivir lo que nos narra hoy Marcos: liberar al hombre abriendo su oído y soltando su lengua. Podemos ahora preguntarnos qué implica esta liberación que nos trae Jesucristo

La sordera del espíritu: ¿Cómo la podemos describir? Fundamentalmente es un cerrarse totalmente a Dios y a los demás hombres. Es la persona que edifica su vida teniéndose en cuenta sólo a sí misma. Vive como si estuviera sola en una isla: los demás son un estorbo. El sordo espiritual está cerrado al punto de vista de los demás y es incapaz de mirar una verdad desde otro ángulo o dimensión. El es así, así aprendió las cosas, así encara la vida y no tiene disposición alguna para cambiar. El es el único criterio para juzgar la conveniencia o no de tal acción o empresa. Sólo sus intereses están en juego.

El sordo de espíritu es un sectario: tiene su verdad como si fuese la única; es irreductible en sus ideas, es un fanático. No escucha razones ni quiere escucharlas. No puede comprender que una verdad puede ser vista desde otro ángulo, según otra cultura, con otro lenguaje, según otras circunstancias. Es tradicionalista a muerte: lo que una vez recibió, allí queda fijado para siempre; no tiene elasticidad para el cambio. Es rígido y severo en sus juicios. No tiene matices en sus ideas ni en sus juicios. No comprende que -salvo en casos excepcionales- todo es relativo según el hombre que mira, según su modo de ser, su edad, sexo o cultura.

Este sordo puede leer o hablar con los demás, puede participar en reuniones o asistir a charlas o conferencias, pero jamás escuchará al otro. Al final concluirá diciendo: Esto me da la razón, esto confirma lo que tengo pensado. Todos son unos charlatanes. El único que comprende bien las cosas soy yo.

Y de la misma forma se comporta con Dios. Ya en el Antiguo Testamento los profetas echaron en cara al pueblo ésta su dureza de corazón para escuchar al Señor. Y Jesús hará el mismo reproche a sus contemporáneos: constituyen una sociedad que se ha anquilosado, que se ha enquistado en su pecado. Tienen obstinación y mala voluntad. Su sordera actúa a base de prejuicios, pronta a condenar y a sospechar, lista para liquidar a quien intente interrumpir su monólogo.

Los sordos de espíritu pueden concurrir todos los domingos a misa, escuchar la predicación, leer la Biblia o determinado libro. Pero nada hay en sus vidas que haga sospechar de algún cambio. Observemos este caso de sordera espiritual: nunca como en estos últimos treinta años se han publicado tantos documentos de la Iglesia sobre la paz, el desarrollo de los pueblos, la renovación, el ecumenismo, el diálogo, etcétera. Y podemos preguntarnos: ¿Fueron escuchados o nos hemos hecho los sordos? Lo que sucede es que la sordera espiritual no es, como la física, una simple incapacidad estática de escuchar; es, al contrario, una fuerza que nos impide escuchar, fuerza centrípeta que nos vuelca más y más sobre nosotros mismos. Con tal sordera nada hay que nos saque de nuestro aburguesamiento, y cuando aparece tal documento o texto bíblico, ya tenemos el argumento a mano para esquivar el mensaje. Hasta llegamos a pensar que tales palabras son muy buenas y sensatas, pero no para nosotros, pues no las necesitamos.

Hay un íntimo orgullo en el sordo de espíritu; hay una profunda egolatría. Por eso levanta murallas frente a los demás. Sólo sabe mirar a los demás de arriba abajo, pero jamás sentirá la necesidad de mirar hacia arriba para recibir algo de los otros. Así, hay sordos que hasta saben dar o pretender exclusivamente dar. Ellos son maestros. Han nacido para enseñar a los demás, pero no saben recibir. Nada tienen que aprender, por eso son «pobres de espíritu» en el peor de los sentidos: día a día se empobrecen espiritualmente al beber sólo de la fuente de su ego. Pues bien: Cristo nos libera de esta sordera del espíritu. Nos da la capacidad de escuchar. Más aún, nos da la libertad para escuchar.

¿Es que, acaso, hace falta ser libres para escuchar? ¿Libres de qué y para qué? Para poder escuchar, necesitamos liberarnos de nosotros mismos, del miedo a enfrentarnos con la verdad. El sordo de espíritu, detrás de su arrogancia y egolatría, tiene miedo; por eso se encierra en sí mismo, pues presiente que todo su edificio puede venirse abajo si se coteja con otras ideas y con otros esquemas. En cambio, un hombre interiormente libre no teme enfrentarse con palabra alguna, así venga de Dios o del demonio, de la derecha o de la izquierda. Por eso el auténtico cristiano es capaz -al gozar de esta libertad- de ponerse en contacto con otras ideas, con otras confesiones religiosas, con otros pensamientos filosóficos. Precisamente porque busca con sinceridad la verdad, escucha. Recuerda siempre aquello del Evangelio de Juan: el Espíritu, como el viento, sopla donde quiere, y en cualquier parte podemos hallar un hálito de su verdad.

Diríamos que el hombre libre sabe escuchar en silencio, desde sí mismo, al otro. Escucha y reflexiona; no toma decisiones apresuradas ni emite un juicio antes de tiempo. Se deja invadir por la palabra del otro para ver las cosas desde el punto de vista del otro. El suyo es un escuchar sereno y tranquilo; no está la polémica a las puertas ni replica a todo lo que se le dice. Es capaz de llegar a pensar así: «El otro puede tener razón; ese punto de vista es interesante; esto nunca lo hubiera imaginado.» De la misma forma escucha a Dios; no es un fanático para decir que todo está bien ni que todo está mal.

Hace silencio interior y deja que penetre la voz del Evangelio. Escucha sin interpretar literalmente; escucha en libertad: sin dejar de ser lo que es, con su propio punto de vista, con su esquema cultural, pero tratando de encontrar el punto de vista de Dios, que hace que una palabra sea divina. Por eso, a este hombre que escucha así y en esta libertad, Jesús lo llama «discípulo», palabra latina que significa: el que aprende, el que sabe mirar al otro desde abajo, el que recibe del otro. No se siente autosuficiente. Es un discípulo o un catecúmeno: alguien abierto a una verdad que lo trasciende. Cuando en una comunidad cristiana existe esta libertad interior para escuchar: qué sereno es el diálogo, cómo se respeta y valora al otro; cómo crece la riqueza de la palabra divina; qué madurez frente a las opiniones distintas de los demás. Nadie se siente perseguido por sus ideas o por pensar más o por pensar de otro modo. La libertad nos mantiene serenos, comprensivos y prudentes. Jesucristo nos ha liberado para oír. Y eso que oímos de corazón y que penetra en nuestro caudal de pensamiento, continúa y ahonda el proceso de liberación.

Libres para hablar: La liberación de Jesús afecta también a nuestra lengua, pues la liberación del oído sin la de la lengua es incompleta y hasta peligrosa. En efecto, ¿cómo podremos sentirnos enteramente libres si se nos prohíbe expresarnos y comunicar a los demás nuestros pensamientos, proyectos y modo de ver las cosas? ¿En qué termina la libertad de escuchar si solamente se nos considera discípulos que deben recibir y se nos prohíbe dar y aportar a los demás y a esas mismas personas que nos dan? Existe, entonces, un mutismo del espíritu. Veamos cómo se expresa en algunas de sus formas.

Hay un mutismo que nace del orgullo. A veces alguien le niega la palabra a otro por considerarlo inferior. «A éste, ni vale la pena dirigirle la palabra», se suele decir. Es un mutismo bastante frecuente: hablamos con los importantes, con los ricos, con la gente de nuestra categoría social; pero nos avergonzamos de dirigir la palabra, por ejemplo, a alguien que consideramos de menor cultura, menos inteligente o extranjero.

Concluyendo... Cuando fuimos bautizados, pequeños aún, Cristo nos llamó a la libertad para escuchar y para hablar. Hoy tomamos conciencia de cuántas cosas implica dicha libertad, y cómo esa libertad interior es la base para el diálogo y la comunicación. Jesús no quiere una comunidad de ovejas mudas y sumisas que sólo saben decir amén; una comunidad donde los laicos solamente pueden oír pero sin expresarse. Hoy se nos urge a este mutuo esfuerzo de escuchar a los demás desde el corazón, y de comunicar nuestra palabra con humildad y valentía. Esta libertad interior es el signo de que Jesús es el Salvador y de que estamos viviendo su tiempo, el tiempo anunciado por Isaías: El tiempo del Mesías. 

domingo, 25 de agosto de 2024

DOMINGO XXII – B (01 de Setiembre del 2024)

 DOMINGO XXII – B (01 de Setiembre del 2024)

Lectura del santo evangelio según san Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23

7:1 Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús,

7:2 y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar.

7:3 Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados;

7:4 y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras y de la vajilla de bronce.

7:5 Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: "¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?"

7:6 Él les respondió: "¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Isaías 29, 13 Mateo 15, 8-9

7:7 En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Isaías 29, 13 Mateo 15, 8

7:8 Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres".

7:14 Y Jesús, llamando otra vez a la gente, les dijo: "Escúchenme todos y entiéndanlo bien.

7:15 Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre.

7:21 Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios,

7:22 los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino.

7: 23 Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre" PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados hermano Paz y Bien.

El Evangelio será, en definitiva, esto: la revelación de que el Reino de Dios es todo  aquello que haga a los hombres más humanos; la revelación de que el camino de Dios es  combatir todo lo que hace daño al hombre y dedicarse a todo lo que le hace bien: el amor. El Evangelio será revelar que  Dios no manda cosas arbitrarias e injustificables, sino tan sólo lo que humaniza y realiza al  hombre. Eso es, al fin y al cabo, lo que Jesús enseño y vivió. Y todo hombre limpio de corazón, aunque no sea creyente, si lee el Evangelio fácilmente  reconocerá que en él se revela lo más auténtico del ser hombre.

No las leyes y ritos que no santifican sino la vida ceñida en el amor: la fe en Jesús no tiene su  fundamento en leyes y ritos sino en sacar de nosotros todo aquello que nos contamina:  todo aquello que nos estropea por dentro, y sobre todo aquello que hace daño a los demás,  sea por acción o por omisión. La lista que hace Jesús es muy significativa, y afecta a la  relación personal, a la vida de matrimonio, a la vida económica y laboral, a todo lo que  hacemos (Mt 15,19).

Es aquí, en todas las realidades y aspectos de nuestra vida de cada día, donde  se juega la realidad o la falsedad de nuestro seguimiento a Jesús. Y aquí irá bien leer la  claridad y contundencia con que Santiago, en la segunda lectura, expresa cuál es "la  religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre", en perfecta sintonía con lo que ha  dicho Jesús en el evangelio de hoy.

Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede hacerlo impuro; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre. Porque es del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre" (Mc 7,15-23). “Haz una obra de caridad con amor de lo que tienes y todo será puro” (Lc 11,41).

Las lecturas de hoy nos hablan de la Ley de Dios y de los legalismos y anexos que se le habían ido haciendo a esa Ley divina a lo largo del tiempo, hasta que Jesús decide desglosar de todo lo que los hombres le habían ido agregando. Dios entregó a Moisés la ley para el cumplimiento estricto de todos: del viejo pueblo de Israel y del nuevo pueblo de Israel, que es hoy la Iglesia de Cristo.  Más aún, es una Ley tan sabia, tan prudente y tan necesaria que es indispensable seguirla, tanto para el bien personal y como para el bien de los grupos, pequeños o grandes, y hasta para el bien mundial.

Por eso, aparte de estar esa Ley escrita en las piedras que Dios entregó a Moisés en el Monte Sinaí, está también inscrita en el corazón de los seres humanos ( Ez 36,26).  Y cuando nos apartamos de esa Ley, porque creemos encontrar la felicidad fuera de ella, nos hacemos daño a nosotros mismos y hacemos daño a los demás. Porque aquello que hace feliz y no santifica es falso.

Y la Palabra de Dios, en la cual está contenida esa Ley, ha sido sembrada en nosotros para nuestra salvación, como nos lo recuerda el Apóstol Santiago en la Segunda Lectura (St. 1, 17-18.21-22.27): “ha sido sembrada en ustedes y es capaz de salvarlos”.   Es por ello que nos recomienda ponerla en práctica y no simplemente escucharla y hablar de ella (Rm2,13).

Moisés, quien había recibido las instrucciones directamente de Dios, había instruido al pueblo así: “No añadirán nada ni quitarán nada a lo que les mando” (Dt 4,2).

Pero sucedió que, a lo largo del tiempo, se fueron anexando a la Ley una serie de detalles minuciosos prácticamente imposibles de cumplir (248 mandamientos positivos,365 mandamientos prohibitivos, que suman un total de 613 mandamientos) , además de interpretaciones legalistas y absurdas que hacían perder de vista el verdadero espíritu de la Ley.

Por todo esto Cristo tuvo que aclarar bien lo que era la Ley y lo que eran los anexos y legalismos.  Y tuvo que ser sumamente severo contra los Fariseos, que regían la vida religiosa de los judíos, y contra los Escribas, que eran los que fungían de intérpretes de la Ley. (Mt. 23, 1-34 y Lc. 11, 37-47) Tal es el caso que nos narra San Marcos en el Evangelio de hoy (Mc. 7, 1-8.14-15.21-23):  en una ocasión los discípulos de Jesús no cumplieron las normas de purificación de manos y recipientes, según se exigía de acuerdo a estos anexos y legalismos.

Ante el reclamo de unos Escribas y Fariseos, el Señor les responde algo bien fuerte: “¡Qué bien profetizó de ustedes Isaías! ¡hipócritas!  cuando escribió:  Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí ... Ustedes dejan de un lado el mandamiento de Dios para aferrarse a las tradiciones de los hombres” (Is 29,13;Mt 15,7).

A juzgar por la respuesta de Jesús, definitivamente se habían agregado cosas humanas a la Ley divina.  No habían cumplido lo que Moisés, por orden de Dios, había instruido:  no quitar ni agregar nada a la Ley.  Y por eso habían puesto cargas tan pesadas que ni ellos mismos cumplían.  Y cada vez que le reclamaban a Jesús el incumplimiento de estas cargas absurdas, con gran severidad les iba tumbando todos los legalismos y anexos que habían ido agregando a la Ley de Dios.

En otra oportunidad fue Jesús mismo quien se sentó a la mesa, precisamente casa de un Fariseo, sin la rigurosa purificación exigida.  Al anfitrión reclamarle, Jesús no se midió en su respuesta, ni siquiera por ser el invitado: “Eso son ustedes, fariseos.  Purifican el exterior de copas y platos, pero el interior de ustedes está lleno de rapiñas y perversidades.  ¡Estúpidos! ... Según ustedes, basta dar limosna sin reformar lo interior y todo está limpio” (Lc. 11, 37-41).   Ver también Mt. 23, 1-37.

Por eso Jesús les insiste en este Evangelio que lo importante no es lo exterior sino lo interior.  Lo importante no son los detalles que se habían inventado, sino el corazón del hombre.  Es hipocresía lavarse muy bien las manos y tener el corazón lleno de vicios y malos deseos.  Es hipocresía aparentar por fuera y estar podrido por dentro.  Lo que hay que purificar es el interior, lo que el ser humano lleva por dentro:  en su pensamiento, en sus deseos.  Los pecados brotan del interior, no del exterior...

Por eso, para corregir el legalismo absurdo, dice Jesús: “Escúchenme todos y entiéndanme.  Nada que entre de fuera puede manchar al hombre; lo que sí lo mancha es lo que sale de dentro, porque del corazón del hombre salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad.  Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre”.  Son todas cosas que nos ensucian y que debemos expulsar de nuestro interior para no estar manchados.

Nosotros tal vez no tengamos legalismos agregados, pero sí podríamos revisar nuestro interior a ver si tenemos cosas de esas que nos ensucian.  Y entonces limpiarnos con el arrepentimiento y la confesión.

La Segunda Lectura de la Carta del Apóstol Santiago (Stgo. 1, 17-18; 21-22.27) nos recuerda la importancia de “aceptar dócilmente la palabra que ha sido sembrada” en nosotros, y que no basta escucharla, sino que hay que ponerla en práctica, sobre todo en obras de justicia, caridad y santidad: “visitar a huérfanos y viudas en sus tribulaciones, y guardarse de este mundo corrompido”.

“Este mandamiento que hoy te prescribo no es superior a tus fuerzas ni está fuera de tu alcance. No está en el cielo, para que digas: "¿Quién subirá por nosotros al cielo y lo traerá hasta aquí, (Romanos 10, 6-7) de manera que podamos escucharlo y ponerlo en práctica?" Ni tampoco está más allá del mar, para que digas: "¿Quién cruzará por nosotros a la otra orilla y lo traerá hasta aquí, de manera que podamos escucharlo y ponerlo en práctica?". No, la palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la practiques” (Dt 30,11-13).

domingo, 18 de agosto de 2024

DOMINGO XXI - B (25 de Agosto del 2024)

 DOMINGO XXI - B  (25 de Agosto del 2024)

Proclamación del Santo Evangelio según San Juan 6, 60 - 69:

6:60 Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: "¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?"

6:61 Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: "¿Esto los escandaliza?

6:62 ¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes?

6:63 El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida.

6:64 Pero hay entre ustedes algunos que no creen". En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar.

6:65 Y agregó: "Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede".

6:66 Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo.

6:67 Jesús preguntó entonces a los Doce: "¿También ustedes quieren irse?"

6:68 Simón Pedro le respondió: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna.

6:69 Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios". PALABRA DEL SEÑOR.

 Estimados(as) amigos(as) en el Señor Paz y Bien.

 Les dijo Jesús: “Las palabras que les he dicho son Espíritu y Vida” (Jn 6,63) ¿Qué dijo Jesús en sus enseñanzas?: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54), y “El que me envió esta en la verdad y lo que El me enseño, eso es lo que yo enseño” (Jn 8,26).

Cuando sucedió que alguno o muchos se retiraron, Jesús tuvo que llevarse una gran desilusión. Ver que toda aquella gente que decía seguirlo, de pronto se echa atrás y lo abandona. Jesús tuvo una gran desilusión, y no lo siente tanto por Él y sus enseñanzas cuanto por la gente misma. ¿Por qué por la gente misma? Porque no acepta el mensaje porque el precio del cielo es muy alto y se cierra a la buena noticia del Reino. Comenzaron el nuevo camino y se desalentaron. Comienzan a buscar excusas. “Esta palabra es dura. ¿Quién puede escucharle?” (Jn 6,60). ¿Qué Palabra del Maestro fue muy dura para la gente que se marchó? Jesús les dijo: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo". ¿Cómo reaccionaron los judíos? Se escandalizaron y discutían entre sí, diciendo: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?" (Jn 6,51-52). Estas afirmaciones de Jesús como “el pan que tenemos que comer”, tenían sin duda que sonarles a algo bien extraño.

Mientras Jesús nos habla del pan material o de la mesa, todo va bien. Recordemos aquella advertencia que Jesús  ya había hecho a la gente: "Les aseguro que ustedes no me buscan, porque entendieron el signo que les mostré sino porque han comido pan hasta saciarse. Trabajen, no por el alimento que dura un día, sino por el pan que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello" (Jn 6,26-27). Como vemos, ya Jesús advierte a la gente que los que lo siguen lo hacen por interés de saciar el estómago y no porque buscan saciar el espíritu. Al respecto san Pablo nos aclara que: “El reino de Dios no es cuestión de comida o bebida, sino alegría y vida en el espíritu” (Rm 14,17).

Pues, ahora bien, cuando nos hablan de un nuevo pan: “Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente" (Jn 6,58). Simplemente ya no entendieron ni entendemos nada. Lo mismo le sucedió a Nicodemo cuando Jesús le dice que tiene que “nacer de nuevo” (Jn 3,3-5) y él no entiende otro nacimiento que el regresar al vientre de su madre.

 En ese discurso y enseñanza respecto al pan y el reino del cielo, se produce el conflicto del seguimiento y consiguientemente el requerimiento y decisión del hombre respecto a Jesús. Es una decisión libre y responsable de los hombres, como veremos, pero Jesús reitera que la iniciativa es totalmente de Dios. El primer paso es tener en cuenta cuando dijo: “Quien quiera venirse conmigo, que se niegue a si miso, que cargue con su cruz de cada día y me siga” (Mt 16,24). El siguiente paso es entender el consejo: “Lo que Dios espera de Uds. es que crean en el que Él envió. Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí. Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae. Por esto les he dicho que nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre” (Jn 6,29.37.44.65). Es una decisión radical y no a medias, así nos advierte cuando nos dice: “Quien pone mano al arado y mira atrás no es digno del reino celestial” (Lc 9,62). Es decir, optar por Dios, no es cuestión de mera ilusión o de bonitas palabras, así por ejemplo aclara al joven inquieto que le dijo te seguiré a donde quiera que vayas: “Las zorras tienen madrigueras, las aves su nido, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 9,57).

Hasta ahora la decisión de la mayoría, incluidos de algunos discípulos, ha sido rechazar sus palabras y abandonarlo. Los únicos que no se han pronunciado aún son los Doce. Pero Jesús también va a urgir una decisión personal libre de ellos: “¿También Uds. quieren marcharse?” (Jn 6,67). La respuesta de Pedro es libre y representa a los Doce, y también a todos los que creemos en Cristo: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna”(Jn 6,68). Pero, según la afirmación de Jesús, ellos y nosotros respondemos así porque somos de aquellos a quienes “el Padre ha atraído”(Jn 6,65). Por eso nosotros seguimos diciendo con Pedro: “Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,68). Y, sin embargo, “uno de los Doce” (Jn 6,70) lo iba a entregar. Ante esto no podemos más que exclamar: ¡Que insondable misterio el de la libertad humana! (Slm 8,5).

En resumen: “Dios hizo al hombre en el principio y lo dejó librado a su propio albedrío. Si quieres, puedes observar los mandamientos y cumplir fielmente lo que le agrada. Él puso ante ti el fuego y el agua: hacia lo que quieras, extenderás tu mano. Ante los hombres están la vida y la muerte: a cada uno se le dará lo que el escoja” (Eclo 15,14).

Las doce tribus de Israel (Iglesia en el A.T.) llegan a la tierra prometida, Josué las convoca para sellar un  pacto de fidelidad al Señor. Podemos recordar aquí el largo camino por el desierto, tantas  dificultades que ahora llegan a término. Ahora es un momento decisivo. Y en este momento  decisivo hay que escoger: el Dios que ha conducido a Israel (con todo lo que eso también  implica de estilo de vida liberado y liberador), o los dioses antiguos y los dioses de los  pueblos vecinos (Jos 24,15-18). Tres aspectos resultan especialmente significativos:

1. Es una decisión. Y una decisión nada fácil, que el mismo Josué presenta de manera  polémica e incluso desafiante. Nuestra voluntad de seguimiento de Jesús también es una  decisión, y no algo que vamos arrastrando sin planteárnoslo nunca (¡Y sin que, en  consecuencia, nos implique nunca nada!)

2. La decisión se toma por un convencimiento experiencial profundo. Los motivos que el  pueblo da para seguir al Señor no son motivos teóricos: es la experiencia, la liberación  vivida, toda una historia que hace inimaginable ninguna otra posibilidad que no sea esta de  seguir al Señor. La última frase es maravillosa: "También nosotros serviremos al Señor: ¡es  nuestro Dios!" (Jos 24,18). El motivo es éste: él "es nuestro Dios". También el seguimiento de Jesús  funciona así. Es la gran síntesis de Pedro: "¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras  de vida eterna, Tu eres el santo de Dios"(Jn 6,68-69).

3.  La asamblea (Iglesia- Mt ,18) es el lugar de la decisión. La  decisión de seguir al Señor no es una decisión individual, sino una decisión que se plantea  colectivamente, en asamblea. La asamblea es el lugar en donde se afirma y se renueva  esta voluntad de seguimiento. Y eso nos ha de interpelar a nosotros. Nosotros tampoco  somos cristianos individualmente, como si fuera una cuestión de línea directa entre cada  uno y Dios. Nuestra asamblea eucarística de cada domingo es el lugar donde se hace  visible y real esta característica básica del ser cristiano en comunidad. Y la Eucaristía  tiene que ser un lugar donde se reafirma y renueva, cada domingo, la adhesión al Señor:"¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios" (Jn 6,68-69).

“Desde ese momento muchos se retiraron”(Jn 6,66): ¿DONDE ESTA LO INACEPTABLE? El evangelio de hoy concluye esta serie de cinco domingos de Juan. Y la concluye, como  la primera lectura, con una exigencia de decisión.

Lo inaceptable para los seguidores de Jesús (¡son los seguidores los que se  escandalizan, no los de fuera del grupo!) no es, ciertamente, sólo una comprensión  antropofágica del anuncio de la Eucaristía. Eso es más bien la excusa. Lo inaceptable es que, todo lo que pretende Jesús: por un lado, ser él, un hombre como los demás, el hijo de José (Jn 6,52),  el único criterio de vida, el único camino a seguir si uno tiene ganas de "obrar como Dios  quiere"; por otro, ser él -recordémoslo: un hombre- quien da vida, y vida eterna, e invita a  unirse a él de una manera que supera toda unión humana y que llega incluso a la  experiencia física del alimento.

Lo inaceptable, al fin y al cabo, es que Jesús lo pretende todo (Jn 14,6). Pretende que quien quiera llegar a Dios debe cambiar radicalmente su vida y asumir una  vida entregada hasta la muerte por amor; y pretende ser él el objeto de fe, el depositario de  la vida divina, quien puede hacer pasar a los hombres de la realidad débil y contingente de  este mundo a una realidad definitiva, la realidad de Dios (Jn 5,24).

Hoy Jesús mismo muestra dónde está realmente el problema: el momento  clave, en el que culminará todo lo que él ha querido decir, será el misterio pascual: cuando  el Hijo del hombre "suba a donde estaba antes" (Jn 6,62). Aquel será el gran momento de la decisión,  el momento en que habrá incluso quien le traicionará y le llevará a la muerte.

La pregunta final de Jesús es la versión joánica de la confesión de Cesarea, pero con  más dramatismo. En Cesarea Jesús constata que nadie comprende quién es él y pregunta  a ver si los discípulos lo han comprendido (Mt 16,15). Ahora, aquí, la pregunta es si también los doce  le abandonarán. Y la respuesta también es de Pedro, y con un toque fuertemente vivencial:  "¿A quién vamos a acudir?" (Jn 6,67-68). Al hablar de la primera lectura ya dábamos algunas concreciones para la homilía. De todo  cuanto llevamos dicho, la concreción más clara es hacernos la pregunta de si nosotros  realmente asumimos todo lo que Jesús pretende, o si sólo asumimos una parte (¿el estilo  de vida?, ¿el tenerlo como punto de referencia personal? ¿la fe en su salvación? ¿el don  de la Eucaristía?...), y si todo lo que él pretende forma de verdad parte inseparable de  nuestra vida.

domingo, 11 de agosto de 2024

DOMINGO XX – B (18 de agosto del 2024)

 DOMINGO XX – B (18 de agosto del 2024)

Proclamación del santo evangelio según san Juan 6,51-58:

6:51 Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo".

6:52 Los judíos discutían entre sí, diciendo: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?"

6:53 Jesús les respondió: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.

6:54 El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.

6:55 Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida.

6:56 El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él.

6:57 Así como, el que me envió posee la vida, y yo vivo por el Padre, de la misma manera, el que come mi carne vivirá por mí.

6:58 Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente". PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados(as) hermanos(as) en el Señor Paz y bien.

¿Qué es y a que venimos a la misa? Quizá, venimos a la misa como quien va al mercado a buscar esto o aquello. Lo primero es lo que nosotros buscamos, no lo que la misa es. Nuestra actitud debería ser todo lo contrario: Lo primero es la eucaristía, no somos nosotros y nuestras necesidades. Lo primero, en la Eucaristía, ES EL SEÑOR JC. La misa es sobre todo esto: EL ENCUENTRO CON JC, (Jn 6,56). El reunirnos en torno a la mesa para renovar su memorial, su recuerdo vivo, mediante la participación en el Pan que es su Cuerpo, su Carne entregada por nosotros, para dar vida al mundo. El pan del que habla JC, antes de ser este pan de la eucaristía, es él mismo. JC que nos da el Pan de vida; nos da su Cuerpo. Sería mejor decir: JC SE NOS DA EL MISMO, EL PAN ES EL. No comulgamos en el Cuerpo de JC, sino en JC, que tiene cuerpo y que se hace pan y viatico para la vida eterna.

LA EUCARISTÍA ES EL MEMORIAL DE UN HOMBRE AJUSTICIADO: “EL ES EL DORDERO DE DIOS QUE QUITA EL PECADO DEL MUNDO” (Jn 1,29). Por eso hablamos de la carne de JC atravesada en la cruz, por eso hablamos de la sangre derramada hasta el fin. Pero al mismo tiempo la Eucaristía es también es el acto de fe en la resurrección. En la de JC y en la nuestra. Es lo que hemos leído en el evangelio de hoy: hay una carne y una sangre que son comida y bebida que da vida. Por eso utilizamos estos signos sencillos que expresan comunicación de vida: El pan que alimenta y el vino que alegra el alma. Comulgamos en la Vida de JC, en una vida que creemos es una realidad, una fuerza, un camino. Mejor dicho: creemos que es la Vida, la Fuerza, el Camino. Esto es para los creyentes la santa misa: injertarnos en la vida santa de JC, lucha y entrega. Pero que por eso mismo creemos que es realidad y esperanza de vida eterna y absoluta

Dijo Jesús a los judíos: “Si no creen cuando les hablo de las cosas de la tierra, ¿cómo creerán cuando les hable de las cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo” (Jn 3,12-13). Más aun, pusieron férrea resistencia ante las palabras de Jesús cuando dijo “He bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de aquel que me envió” (Jn 6,38). Ellos reaccionaron en el nivel humano y dijeron: pero si conocemos a la mamá, al papá, si este es Jesús y como dice que ha bajado del cielo. Como ya sabemos también, la encarnación (Jn 1,14) suscitó una gran dificultad en el entendimiento de los judíos.

Hoy nos encontramos con otra resistencia según la lógica de la razón humana de los judíos. Cuando Jesús les dijo “Yo soy el pan vivo bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,51). Inmediatamente la gente reaccionó y se preguntaron: “¿Cómo puede éste hombre darnos a comer su carne?” (Jn 6,52). La gente no entendía (Mc 6,52). Y si no entendían en aquella época las palabras dichas por el mismo Señor, menos hoy nosotros si aún persistimos en tomar las cosas de Dios con razones humanas y no con el don de la fe (Lc 17,5).

El evangelio de este domingo contiene siete afirmaciones que como resumen recapitula el discurso del pan de vida. Hay siete preguntas que sirven de hilo conductor y que dan la estructura de todo el discurso del pan de vida, de esta bella catequesis sobre el pan trascendente. Hay siete preguntas y siete afirmaciones.

En efecto, una vez que en el domingo pasado, descubrimos que no solo Jesús es el verdadero pan del cielo (Jn 6,55) y que hoy nos reitera, el pan de vida sino que hay que comerlo (Jn 6,53). Hay que pasar de comer el pan que dura un día a comer la carne de Jesús que dura hasta la vida eterna (Jn 6,26). Y con esto se aludía al misterio de la Encarnación, porque el término carne aquí evocaba “la Palabra se hizo carne” (Jn 1,14). Se añadió entonces una especificación importantísima: “Yo la doy para la vida del mundo y es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51). De esta manera se nos estaba enseñando a comprender, a acoger el misterio del sacrificio redentor de Cristo en la cruz en el pan eucarístico, escena que resaltan los evangelios sinópticos: “Tomen y coman que esto es mi cuerpo, tomen y beban que este es el cáliz de mi sangre” (Mt 26,26; Mc22,19; Mc 14,22). Escenas que anteceden a la pasión de la cruz redentora.

En las siete afirmaciones se repite siempre y ni una sola vez falta, la palabra “comer”. Comer significa asimilar, significa saber decir Amén que es un “si” eucarístico, significa hacer verdaderamente la comunión. No un Jesús al cual contemplamos a distancia. Es Jesús a quien ahora encarnamos. A quien ahora nosotros nos hacemos uno con Él. Y para mayores luces acudimos dos afirmaciones textuales: 1) Dijo Jesús: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10,30). 2) San Pablo exclamó: “Vivo yo pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2,20).

La primera afirmación que comienza en negativo, en condicional. “Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tienen vida en Uds” (Jn 6,53).

La segunda afirmación, por el contrario es positiva: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).

La tercera afirmación es reiterativa: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6,55).

La cuarta afirmación es de orden proposicional sobre la alianza. “El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él” (Jn 6,56).

La quinta afirmación es una comparación: “Así como el Padre que me ha enviado posee la vida y yo vivo por Él, así también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57). La naturaleza de la alianza entre el discípulo y el Maestro viene de la comunión del Padre y del Hijo porque comulgar es hacer viva alianza con Cristo y en Él con la Trinidad. Y esta afirmación corona toda la enseñanza respecto a la sagrada comunión.

La sexta afirmación es de orden demostrativa, presencial y comparativa cuando Jesús dice: “Este es el pan que ha bajado del cielo, no como el pan que comieron sus antepasados y murieron” (Jn 6,58).

La séptima afirmación y la última, es de orden exclamativa y definitiva, para aquel que entra en alianza y en comunión con Cristo a través de la Eucaristía: “El que coma de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,58b).

Estas siete afirmaciones categóricas respectico a la sagrada comunión con Jesús eucaristía en necesario para el trabajo pastoral agregar dos afirmaciones condicionales propuestas por San Pablo respecto a la sagrada comunión: 1) “Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa” (I Cor 11,28). Se refiere al sacramento de la confesión. 2) “Porque, quien come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación” (I Cor 11,29).

Las siete afirmaciones repiten una sola idea. Que Jesús es el verdadero pan, el pan que da la vida, la vida eterna, vivimos de Él. Vivimos de lo que recibimos y este pan tiene que ser comido, y comerlo significa no solamente asimilarlo como palabra y como ejemplo, como modelo de vida sino asimilarlo como víctima ofrecida en sacrificio por mí. Víctima con la cual hay que entrar en una misteriosa comunión.

Cada vez que comulgamos (I Cor 11,26) nosotros estamos invitados a asimilar el pan; Cristo. Tu no puede decir que desayunaste simplemente colocando el pan sobre la mesa, mirándolo un par de minutos y pensando que ya desayunaste, ¡No! Tienes que coger el pan y tienes que masticarlo y comerlo. Pues bien, esa analogía explica la comunión. A Jesús hay que comerlo. ¿Qué quiere decir eso? No basta únicamente con mirarlo y mirarlo y mirarlo. Eso ocurre con los que van a la misa y no comulgan, solo miran y creen que es suficiente que hayan ido a la misa el domingo y no comulgan. Para comulgar válidamente y para que produzca gracia en mí, tengo que estar en gracia. Y si la conciencia me acusa que estoy en pecado, debo de confesarme y luego comulgar.

Lo que nosotros encarnamos, asimilamos, lo hacemos una sola cosa con nosotros y es nada más y nada menos VIDA NUEVA. Vida nueva porque, llevamos a Jesús eucaristía y porque Jesús dijo: “ Yo y el Padre somos una sola realidad” (Jn 10,30). Por esta razón dijo Pablo: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2,20). Ahora en una vida ceñida en Jesús glorificado, mis actos tienen que reflejar esa vida nueva en cada acto de mi vida diaria que en resumen nos lo dice Juan: “El que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (I Jn 4,7-8). Y algo más: “El que dice: Amo a Dios, y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve? Este es el mandamiento que hemos recibido de él: el que ama a Dios debe amar también a su hermano” (I Jn 4,20-21).

San Pablo dice: “El pan que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan” (Icor 10,16-17). En efecto, el pan es unión cantidad de trigo; así el pan eucarístico nos une con Dios y con los hermanos en la iglesia. De Ahí que, no podemos comulgar en la Eucaristía y regresar a la casa egoístas ceñidos en el odio o rencor. Cuando comulgamos hacemos alianza con Cristo, nos hacemos uno con Él: ‘Él en mí y yo en Él’.

Jesús en su enseñanza subraya que el hombre: nosotros, ustedes y yo, estamos llamados a alimentarnos del Verbo hecho carne (Jn 1,14), alimentarnos de Él como Palabra en la que hay que creer, como ejemplo que hay que seguir, como víctima propiciatoria a la que hay que adherirse. Adherirse místicamente, profundamente en un acto sacramental. En términos más sencillos y más pobres, Jesús es la vida del hombre y su enseñanza da sentido a lo que hacemos cuando nos dice: “El que me envió esta en la verdad, y lo que El me enseño, eso es lo que yo enseño al mundo” (Jn 8,26).

“Dios creó al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó” (Gn 1,27). El hombre ha sido creado para vivir en y con Dios y el Hijo, Cristo Jesús es el medio para llegar a Dios. Vivir de Él mediante la fe que escucha su Palabra. Que le recibe como un Hijo de Dios, que cree que Él es el Hijo de Dios encarnado, el Hijo de Dios que ha dado su vida por mí. Comulgar es encarnar el sentido de la muerte y resurrección de Cristo, el acto salvífico por excelencia. Es traer a mí todo el poder y la fuerza de la cruz y hacerme uno con el crucificado mediante la comunión misteriosa con su sacrificio, su muerte, su cuerpo y su sangre benditos, entregados por nosotros en la cruz. Nosotros estamos destinados a vivir de Jesús. A encontrar en Cristo la plenitud de nosotros mismos y a realizar su destino en la comunión y en la identificación con Él. Comulgamos con sus opciones, con sus actitudes, con sus comportamientos, con todo el evangelio. Y comulgamos con la mayor de todas sus opciones, la de dar la vida por los demás.

Dios nos habla por el profeta que hará con su pueblo nueva alianza: “No será como la Alianza que establecí con sus padres el día en que los tomé de la mano para hacerlos salir del país de Egipto, mi Alianza que ellos rompieron, aunque yo era su dueño —oráculo del Señor—. Esta es la Alianza que estableceré con la casa de Israel, después de aquellos días —oráculo del Señor—: pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo (Jer 31,32-33). Como es de ver, Dios hizo en su Hijo Jesús esta nueva alianza y definitiva. Por eso el Hijo tiene la misión de perdonar y reconciliar a la humanidad entera con Dios: “Porque yo habré perdonado su iniquidad y no me acordaré más de su pecado” (Jer 31.34).

En la última cena Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomen y coman, esto es mi Cuerpo". Después tomó el cáliz, dio gracias y se la entregó, diciendo: "Tomen y beban, porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por Uds. para el perdón de los pecados” (Mt 2,26). “Aquel día comprenderán que yo estoy en mi Padre, y que ustedes están en mí y yo en ustedes. El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama; y al que me ama mi Padre lo amara, y vendremos y haremos morada en él" (Jn 14,20-21). En la sagrada comunión entramos en comunión con Jesús Eucaristía y por Jesús entramos en comunión con Dios: “Así como, el que me envió posee la vida, y yo vivo por el Padre, de la misma manera, el que come mi carne vivirá por mí” (Jn 6,57). Porque –dice Jesús- mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él” (Jn 6,55-56).

“Les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en ustedes y haré que sigan mis preceptos, y que observen y practiquen mis leyes. Ustedes habitarán en la tierra que yo he dado a sus padres. Ustedes serán mi Pueblo y yo seré su Dios” (Ez 36,26-28)