domingo, 29 de septiembre de 2024

DOMINGO XXVII - B (06 de Octubre del 2024)

 DOMINGO XXVII - B (06 de Octubre del 2024)

Proclamamos el Evangelio según San Marcos 10, 2-12:

10:2 Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: "¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?"

10:3 El les respondió: "¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?"

10:4 Ellos dijeron: "Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella".

10:5 Entonces Jesús les respondió: "Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes.

10:6 Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer.

10:7 Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer,

10:8 y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne.

10:9 Que el hombre no separe lo que Dios ha unido".

10:10 Cuando regresaron a la casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto.

10:11 Él les dijo: "El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquella;

10:12 y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio". PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

El creyente previo al matrimonio, recibe los sacramentos de iniciación cristiana (Bautismo, comunión y confirmación). ¿Por qué y para que los sacramentos? Dos citas nos pueden dar pautas del sentido de los sacramentos: “Yo soy Dios, el que los ha liberado de los egipcios, para ser su Dios. Sean, pues, santos porque yo soy santo” (Lv 11,45); Hoy tomo por testigos contra ustedes al cielo y a la tierra: yo he puesto delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, y vivirás, tú y tus descendientes, con tal que ames al Señor, tu Dios, escuches su voz y uniéndote a Él” (Dt 30,19-20).Así pues, los sacramentos nos santifican y nos une a Dios.

El sacramento del matrimonio es medio de santificación para los cónyuges y permiten amándose mutuamente y desde la familia asegurar la santificación por ende la salvación cuando Jesús hoy nos dice: “Ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre" (Mc 10,8-9).

El nuevo catecismo nos dice que: “Dios ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,2), que es Amor (1 Jn 4,8.16). Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador (Gn 1,31). Y este amor que Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación. Dios los bendijo diciendo: "Sean fecundos y multiplíquense, y llenen la tierra y sométanla" (Gn 1,28). NC 1604. 

Lo que hace uno a los cónyuges es el amor y con razón Jesús insiste mucho en el amor, traemos a colación por ejemplo la cita: “Les doy un mandamiento nuevo, que se amen unos a otros como loe he amado” (Jn 13,34). “Si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15,10).

La Sagrada escritura afirma que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro: "No es bueno que el hombre esté solo" (Gn 2, 18). La mujer, "carne de su carne" (Gn 2, 23), su igual, la criatura más semejante al hombre mismo, le es dada por Dios como una "auxilio" (Gn 2, 18), representando así a Dios que es nuestro "auxilio" (Sal 121,2). "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (Gn 2,18-25). Que esto significa una unión indefectible de sus dos vidas, el Señor mismo lo muestra recordando cuál fue "en el principio", el plan del Creador (Mt 19, 4): "De manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6). NC 1605.

El matrimonio es una sabia institución del Creador para realizar su designio de amor en la humanidad. Por medio de él, los esposos se perfeccionan y crecen mutuamente y colaboran con Dios en la procreación de nuevas vidas. El matrimonio para los bautizados es un sacramento que va unido al amor de Cristo su Iglesia, lo que lo rige es el modelo del amor que Jesucristo le tiene a su Iglesia. Sólo hay verdadero matrimonio entre bautizados cuando se contrae el sacramento. El matrimonio se define como la alianza por la cual, - el hombre y la mujer - se unen libremente para toda la vida con el fin de ayudarse mutuamente, procrear y educar a los hijos. Esta unión - basada en el amor – que implica un consentimiento interior y exterior, estando bendecida por Dios, al ser sacramental hace que el vínculo conyugal sea para toda la vida. Nadie puede romper este vínculo. (CIC can. 1055).

En lo que se refiere a su esencia, los teólogos hacen distinción entre el casarse y el estar casado. El casarse es el contrato matrimonial y el estar casado es el vínculo matrimonial indisoluble. El matrimonio posee todos los elementos de un contrato. Los contrayentes que son el hombre y la mujer. El objeto que es la donación recíproca de los cuerpos para llevar una vida marital. El consentimiento que ambos contrayentes expresan. Unos fines que son la ayuda mutua, la procreación y educación de los hijos soy los dones y propiedades del matrimonio.

Cristo lo elevó a la dignidad de sacramento esta institución natural deseada por el Creador. No se conoce el momento preciso en que lo eleva a la dignidad de sacramento, pero se refería a él en su predicación. Jesucristo explica a sus discípulos el origen divino del matrimonio. “No han leído, como Él que creó al hombre al principio, lo hizo varón y mujer? Y dijo: por ello dejará a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne”. (Mt. 19, 4-5). Cristo en el inicio de su vida pública realiza su primer milagro – a petición de su Madre – en las Bodas de Caná. (Jn. 2, 1-11). Esta presencia de Él en un matrimonio es muy significativa para la Iglesia, pues significa el signo de que - desde ese momento - la presencia de Cristo será eficaz en el matrimonio. Durante su predicación enseñó el sentido original de esta institución. “Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre”. (Mt. 19, 6). Para un cristiano la unión entre el matrimonio – como institución natural – y el sacramento es total. Por lo tanto, las leyes que rigen al matrimonio no pueden ser cambiadas arbitrariamente por los hombres.

Las propiedades del matrimonio son el amor y la ayuda mutua, la procreación de los hijos y la educación de estos. (CIC 1055).

El hombre y la mujer se atraen mutuamente, buscando complementarse. Cada uno necesita del otro para llegar al desarrollo pleno - como personas - expresando y viviendo profunda y totalmente su necesidad de amar, de entrega total. Esta necesidad lo lleva a unirse en matrimonio, y así construir una nueva comunidad de fecunda de amor, que implica el compromiso de ayudar al otro en su crecimiento y a alcanzar la salvación. Esta ayuda mutua se debe hacer aportando lo que cada uno tiene y apoyándose el uno al otro. Esto significa que no se debe de imponer el criterio o la manera de ser al otro, que no surjan conflictos por no tener los mismos objetivos en un momento dado. Cada uno se debe aceptar al otro como es y cumplir con las responsabilidades propias de cada quien. El amor que lleva a un hombre y a una mujer a casarse es un reflejo del amor de Dios y debe de ser fecundo (GS n. 50)

Si hablamos del matrimonio como institución natural, nos damos cuenta que el hombre o la mujer son seres sexuados, lo que implica una atracción a unirse en cuerpo y alma. A esta unión la llamamos “acto conyugal” (Gn 2,24). Este acto es el que hace posible la continuación de la especie humana. Entonces, podemos deducir que el hombre y la mujer están llamados a dar vida a nuevos seres humanos, que deben desarrollarse en el seno de una familia que tiene su origen en el matrimonio. Esto es algo que la pareja debe aceptar desde el momento que decidieron casarse. Cuando uno escoge un trabajo – sin ser obligado a ello - tiene el compromiso de cumplir con él. Lo mismo pasa en el matrimonio, cuando la pareja – libremente – elige casarse, se compromete a cumplir con todas las obligaciones que este conlleva. No solamente se cumple teniendo hijos, sino que hay que educarlos con responsabilidad.

Es derecho –únicamente - de los esposos decidir el número de hijos que van a procrear. No se puede olvidar que la paternidad y la maternidad es un don de Dios conferido para colaborar con Él en la obra creadora y redentora. Por ello, antes de tomar la decisión sobre el número de hijos a tener, hay que ponerse en presencia de Dios –haciendo oración – con una actitud de disponibilidad y con toda honestidad tomar la decisión de cuántos tener y cómo educarlos. La procreación es un don supremo de la vida de una persona, cerrarse a ella implica cerrarse al amor, a un bien. Cada hijo es una bendición, por lo tanto se deben de aceptar con amor.

Podemos decir que el matrimonio es verdadero sacramento porque en él se encuentran los elementos necesarios. Es decir, el signo sensible, que en este caso es el contrato, la gracia santificante y sacramental, por último que fue instituido por Cristo. La Iglesia es la única que puede juzgar y determinar sobre todo lo referente al matrimonio. Esto se debe a que es justamente un sacramento de lo que estamos hablando. La autoridad civil sólo puede actuar en los aspectos meramente civiles del matrimonio (Nos. 1059 y 1672).

El sacramento del matrimonio origina un vínculo para toda la vida. Al dar el consentimiento – libremente – los esposos se dan y se reciben mutuamente y esto queda sellado por Dios. (Cfr. Mc. 10, 9). Por lo tanto, al ser el mismo Dios quien establece este vínculo – el matrimonio celebrado y consumado - no puede ser disuelto jamás. La Iglesia no puede ir en contra de la sabiduría divina. (Cfr. Catec. nos. 1114; 1640)

Este sacramento aumenta la gracia santificante. Mejor dicho, el matrimonio es el camino de santificación. Se recibe la gracia sacramental propia que permite a los esposos perfeccionar su amor y fortalecer su unidad indisoluble. Está gracia – fuente de Cristo – ayuda a vivir los fines del matrimonio, da la capacidad para que exista un amor sobrenatural y fecundo. Después de varios años de casados, la vida en común puede que se haga más difícil, hay que recurrir a esta gracia para recobrar fuerzas y salir adelante (NC. 1641).

El apóstol Pablo habla sobre el matrimonio y da a entender diciendo: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5,25-26), y añadiendo enseguida: «"Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne". Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,31-32). Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (Ef 5,26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza.

La virginidad por el Reino de Dios es una connotación particular del matrimonio. Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con Él ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares o sociales (Mc 10,28-31). Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero dondequiera que vaya (Ap 14,4), para ocuparse de las cosas del Señor, para tratar de agradarle (1 Co 7,32), para ir al encuentro del Esposo que viene (Mt 25,6). Cristo mismo invitó a algunos a seguirle en este modo de vida del que Él es el modelo: “Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda” (Mt 19,12). La virginidad por el Reino de los cielos es un desarrollo de la gracia bautismal, un signo poderoso de la preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente espera de su retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio es una realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo (Mc 12,25).

Un amor absoluto y total: A los judíos les costó entender lo del matrimonio indisoluble. Según Marcos, Jesús lo atribuye a “su terquedad”. En la versión de este episodio en Mateo, se debe a la “dureza de su corazón”. Un corazón duro es el que no es capaz de amar tanto como lo que exige ese compromiso por vida propio del matrimonio. Y si además no se atiende a razones, se ciega a sus intereses, se vuelve terco -la terquedad es la persistencia en algo sin razones -, será imposible entender y aceptar ese viejo plan del Creador.

Porque la indisolubilidad del matrimonio no puede apoyarse exclusivamente en un precepto moral, menos aún en un contrato jurídico, se basa exclusivamente en el amor. Se basa en él, porque el amor es la gran y única razón del matrimonio.

No cualquier amor, sino un amor absoluto y total. Absoluto, es decir incondicionado. En el momento de compromiso matrimonial claramente los esposos manifiestan esa incondicionalidad, “en la salud y en la enfermedad”, es decir en los momentos favorables y también los adversos. Ha de ser un amor que sepa superar esas circunstancias, que, quizás vapuleado por ellas, permanezca vivo, a flote, que no acepte que nada ni nadie termine con ese compromiso de unión afectiva por vida.

Y total. Los esposos satisfacen en su matrimonio toda su capacidad de amar. Amándose mutuamente se aman totalmente, todo lo que pueden amar los cónyuges los aman en el matrimonio. Desde ese amor matrimonial generarán hijos y tratarán con su amor iniciar y continuar el proceso de hacer de ellos personas humanas. Desde ese amor amarán a padres, hermanos, amigos. Desde la profundidad de su amor matrimonial serán solidarios con aquellos que sufren.

¿Es viable un compromiso así?: Es ya una tesis generalizada que a los jóvenes de hoy les asustan los compromisos definitivos. Como vemos por el evangelio no es una novedad: a los judíos a lo largo de su historia y a los mismos discípulos les pasaba lo mismo. Por eso son bastantes los que piensan como los discípulos cuando Jesús les repitió lo mismo que antes había dicho a los fariseos, según la versión de Mateo: “Si tal es la condición del hombre con la mujer, mejor es no casarse”.

El problema no es, sin embargo, ese miedo a lo definitivo, sino la desconfianza que existe en ser capaces de amar de esa manera absoluta y total. Esto es lo grave, porque lo que hace a la persona es su capacidad de amar. Si ésta es reducida, reducido es el proyecto de vida que se asume. No pretender más que amoríos o amores circunstanciales, “mientras que las cosas vayan bien”, es anular de base forjarse un proyecto auténtico de ser persona humana.

No todos están llamados al matrimonio, pero todos estamos llamados a amores profundos y definitivos, es una exigencia de nuestra condición humana. No somos pretenciosos comprometiéndonos con ese amor tan exigente. Lo seríamos si abordásemos ese compromiso solos, sin acudir al Dios que pensó en un ser humano constituido por su capacidad de amar sin límites. El ser humano ha sido hecho a imagen y semejanza suya (Gn 1,27), como dice el Génesis, y Él es amor (I Jn 4,8), como dice san Juan, amor absoluto y total al hombre  y a la mujer.


domingo, 22 de septiembre de 2024

DOMINGO XXVI - B (29 de Setiembre del 2024)

 DOMINGO XXVI - B (29 de Setiembre del 2024)

Proclamación del Santo Evangelio según San Marcos 9,38-43.45.47-48:

9:38 Juan le dijo: "Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros".

9:39 Pero Jesús les dijo: "No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí.

9:40 Y el que no está contra nosotros, está con nosotros.

9:41 Les aseguro que no quedará sin recompensa el que les dé de beber un vaso de agua por el hecho de que ustedes pertenecen a Cristo.

9:42 Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que creen en mí, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar.

9:43 Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtala, porque más te vale entrar en la Vida manco, que ir con tus dos manos a la Gehena, al fuego inextinguible.

9:45 Y si tu pie es para ti ocasión de pecado, córtalo, porque más te vale entrar lisiado en la Vida, que ser arrojado con tus dos pies a la Gehena.

9:47 Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo, porque más te vale entrar con un solo ojo en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos al infierno,

9:48 donde el gusano no muere y el fuego no se apaga. PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados(as) hermanos(as) en el Señor paz y bien:

Uno corrió hacia Jesús y, arrodillándose, le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna? (Mc 10,17). Esta pregunta tiene que también interesarnos mucho a los de nuestro grupo y a los que no son del grupo. Porque, de lo contrario no nos queda si no lo otro, la condenación eterna.

Si nos interesa la salvación, Dios nos salva como Él quiere y no como nosotros quisiéramos, las reglas de salvación las pone Dios. Jesús nos dio cuatros consejos para obtener la salvación: Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mc  8,34). "El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos" (Mc 9,35).

Los cuatro consejos para nuestra salvación: Negarse si mismo, cargar con su cruz, ser el último, y servidor de todos; hoy senos complemente con un consejo importante. Tener cuidado con el pecado: “Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que creen en mí, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar” (Mc 9,42). Inclusos nos dice: “… si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo, porque más te vale entrar con un solo ojo en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos al infierno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga” (Mc 9,47-48).

LOS CELOS DE LOS BUENOS: Tal vez la lección principal que se deriva de las lecturas de hoy es la denuncia del que puede ser uno de los pecados más propios de los que nos creemos "los buenos", "los practicantes": pensar que tenemos el monopolio del bien o de la verdad. Ya aparece esta actitud en la primera lectura, cuando Dios sorprende a Moisés comunicando su Espíritu también a los dos que no acudieron a la reunión oficial de los setenta consejeros o colaboradores que habían sido nombrados para el gobierno del pueblo. Estos dos, ausentes en el acto constituyente, "se pusieron a profetizar" (Num 11,28), o sea, actuaron con la autoridad de los demás como asesores y profetas. El joven Josué, el ayudante de Moisés, que luego sería su sucesor, se siente celoso: "Moisés, señor mío, prohíbeselo". Pero Moisés muestra su corazón comprensivo y tolerante: para él sería el ideal que todos recibieran el espíritu del Señor, (Num 11,29).

Se ve claramente el paralelo entre esta escena y la que narra el evangelio. Aquí es Juan, el discípulo predilecto de Jesús, el que siente celos: "Maestro, uno echaba demonios en tu nombre y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros" (Mc 9,38). Pero Jesús muestra un corazón mucho más abierto y una visión más universal: "no se lo impidan: el que no está contra nosotros está a favor nuestro" (Mc 9,39).

¿CREEMOS TENER EL MONOPOLIO DE LA VERDAD? También a nosotros nos puede pasar lo mismo. Podemos sentir celos de que otros "que no sean de los nuestros" hagan el bien y tengan éxito, y no logremos controlar todo lo que surge en torno nuestro. Josué y Juan eran buenas personas, eran fieles a Moisés y a Jesús, y precisamente por eso se creían de alguna manera poseedores en exclusiva de su favor. Y recibieron la lección.

De cuando en cuando vamos al médico a hacernos un chequeo del corazón. Hoy podemos examinar el nuestro y ponerlo en sintonía con el de Jesús. La comparación con la actitud de Cristo nos puede decir si tenemos un corazón mezquino o abierto. Si tendemos a acaparar el bien o la verdad o controlar los carismas del Espíritu. Esto nos puede pasar a los sacerdotes y religiosos con relación a los laicos, o a los hombres con las mujeres, o a los mayores con los jóvenes, o a los católicos con los otros cristianos, o a los de una lengua o nación con los forasteros...

Deberíamos ser más tolerantes, más abiertos, y alegrarnos de que se haga el bien y de que prosperen las iniciativas buenas, aunque no se nos hayan ocurrido a nosotros, aplaudir los éxitos de los demás, y reconocer que no siempre tenemos nosotros toda la razón. Siguiendo el ejemplo de aquel Juan el Bautista, el Precursor, que tuvo como lema: "Que él crezca y yo disminuya".

 El Señor permite misericordiosamente que por nuestro ego o capricho convivamos entre el bien y el mal, pero no siempre será así, pues dijo: “Dejen que crezcan juntos el trigo y cizaña hasta la cosecha, y entonces diré a los cosechadores: Arranquen primero la cizaña y átenla en manojos para quemarla, y luego recojan el trigo en mi granero" (Mt 13,30); “Así como se arranca la cizaña y se la quema en el fuego, de la misma manera sucederá al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y estos quitarán de su Reino todos los escándalos y a los que hicieron el mal,  y los arrojarán en el horno ardiente: allí habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre. ¡El que tenga oídos, que oiga!” (Mt 13,41-43). Es decir al final prevalecerá la justicia de Dios.

Juan le dijo: "Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y se hemos prohibido porque no es de los nuestros"(Mc 9,38). Este episodio de algún modo complementa aquello en que  Santiago y Juan le dijeron: “Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo para que acabe con ellos? Pero Jesús se dio vuelta y los reprendió” (Lc 9,54-55). Y aquella escena, cuando por primera vez Jesús anunció que será entregado en manos de los hombres y que lo crucificaran. Pedro reprendió a Jesús y le dijo: "Dios no lo permita, Señor, eso no te sucederá". Pero él, dándose vuelta, dijo a Pedro: ¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tú piensas como los hombre y no como Dios" (Mt 16,21-23). Como es de ver, son escenas en las que los discípulos buscan tener autoridad sobre Jesús.

"Hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y se hemos prohibido porque no es de los nuestros"(Mc 9,38). El Señor nunca prohibió echar demonios; más bien les dijo: “Echarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán" (Mc 16,17-18).

Estas actitudes opuestas a la voluntad de Dios o un seguimiento con peros o caprichos, son precisamente vestigios del tentáculo del demonio metido en la Iglesia.  Cuando uno se cree dueño de la voluntad de Dios y de lo que Dios quiere hoy para su Iglesia. Eso es negar que el Espíritu Santo hable a todos y que todos tenemos algo que aprender y todos tenemos mucho que decir. ¡Qué difícil nos resulta a todos reconocer que otros puedan hacer lo que nosotros hacemos! Diera la impresión de que cada uno tenemos la exclusiva de Dios, la exclusiva de la santidad, la exclusiva de la salvación. A poco hemos privatizado a Dios.

Y no nos sorprendamos de esta actitud de Juan: Se lo hemos prohibido echar demonios porque no es de nuestro grupo (Mc 9,38). De una u otra manera, todos vivimos el principio de la exclusión de los demás. Nosotros somos los dueños de la patente de Jesús, o mejor dicho nosotros lo hemos descubierto antes y nos pertenece. Todos nos sentimos dueños de la verdad y nos cerramos a la verdad de los demás. En el fondo, somos unos intransigentes y queremos sentirnos los únicos. A los demás los excluimos, sencillamente, “porque no son de nuestra cultura, no son de nuestra Iglesia, no piensan como nosotros, no tienen nuestros gustos”. Es decir, “no son de los nuestros”.

En segundo lugar, el evangelio de hoy, nos presenta la imagen de los niños como modelos de nuestra propia identidad y nos dice que escandalizar a un niño es como renunciar a pertenecer al Reino de Dios: “Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que creen en mí, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar” (Mc 9,42).

Si Dios nos ofrece la posibilidad de ser santos, pensamos que eso no es para nosotros. Si Dios nos pide que nos convirtamos del pecado y seamos libres de verdad, lo vemos como un Dios enemigo de las satisfacciones humanas. Si Dios nos ofrece el don de su gracia que nos hace santos, decimos que eso es un excesivo espiritualismo, que la vida tiene que ser más realista. Los que son diferentes a nuestro grupo. Los que no son de nuestro Partido. Los que no son de nuestra clase social. Dentro de nuestro corazón, muchos de nosotros llevamos ese grito de “no es de los nuestros”. Pienso que se trata de un Evangelio que hoy tiene infinitas versiones:

Padre, “hemos visto a una mujer y a un caballero, repartiendo la comunión en la Iglesia”. Yo me he cambiado de fila para que recibir de manos del Sacerdote. Padre, “qué escándalo, hemos visto por TV a unas niñas haciendo de monaguillos. Nosotros no aceptamos eso porque no son “varones”. Padre, hemos visto a una pareja de divorciados, haciendo catequesis. Esos no son de los nuestros, tendríamos que prohibirles. Padre hemos visto a unos laicos llevando la comunión a los enfermos. Esos no son de los nuestros, no son sacerdotes, etc. No es de nuestra línea. No es de nuestra espiritualidad. No es de nuestra teología. “No es de los nuestros”. Tenemos que prohibirles.

¿Qué diría hoy Jesús de estas nuestras exclusiones? ¿No nos respondería también hoy a nosotros: “No se lo impidan. El que no está contra nosotros está a favor nuestro? (Mc 9,38). No tendríamos, más bien que decir: “Señor, hemos visto ahí a un pobre que huele que apesta y lo hemos recogido, porque también él puede ser de los nuestros. Señor, hemos visto a uno que dice que no cree en nada, y nosotros nos hemos acercado a él, y le hemos hablado de ti, porque también él, algún día puede ser de los nuestros. Señor, hemos visto a uno no es creyente, no tiene ninguna religión, pero es tipo que se desvive por la justicia en su barrio, y le hemos aplaudido. Este sí parece de los tuyos. Señor, hemos visto a uno que tuvo un malísimo matrimonio, y debió separarse y ahora está formando una linda familia, nosotros fuimos a su casa, almorzamos con él, y le hemos dado unas palabras de aliento. Señor ¿Tú qué hubieses hecho? Nosotros lo hemos considerado de los nuestros.” Jesús nos diría entonces: “El que no cumpla el más pequeño de estos mandamientos, y enseñe a los otros a hacer lo mismo, será considerado el menor en el Reino de los Cielos. En cambio, el que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los Cielos. Les aseguro que si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5,19-20).

Para, finalmente, terminar con una serie de imágenes un tanto escandalosas para decirnos que lo importante en la vida es nuestra salvación (Mc 9,43). Al fin y al cabo, nacemos para llegar a la plenitud en Dios. Jesús mismo se encarna para que tengamos fe y nos salvemos. Las imágenes no pueden ser tomadas literalmente, pero sí nos las propone como una provocación para hacernos sentir que todo se relativiza cuando se pone en juego nuestra salvación. Lo que Jesús nos plante es que de poco nos valen las manos, los pies, los ojos, las orejas y la misma cabeza, si los usamos mal y nos condenamos por ellos. Al fin y al cabo, si me salvo allí me darán unas manos nuevas, unos pies nuevos, unos ojos nuevos y una cabeza nueva. En el cielo no hay ni cojos, ni mancos, ni ciegos, ni descabezados. Todo el cuerpo será nuevo. Lo cual tiene que hacernos pensar si nuestras manos, nuestros pies, nuestros ojos, nuestra cabeza nos están ayudando a salvarnos. Fíjate qué haces con ellos.

domingo, 15 de septiembre de 2024

DOMINGO XXV – B (Domingo 22 de Setiembre de 2024)

DOMINGO XXV – B (Domingo 22 de Setiembre de 2024)

Proclamación del santo evangelio según San Marcos: 9,30-37:

9:30 Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera,

9:31 les decía: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará".

9:32 Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas.

9:33 Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: "¿De qué hablaban en el camino?"

9:34 Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande.

9:35 Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: "El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos".

9:36 Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo:

9:37 "El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado". PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados hermanos Paz y Bien en el Señor.

¿Cómo ser grande a los ojos de Dios y no a los ojos del mundo?  “El que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo; así como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud" (Mt 20,26-28; Mc 9,35). La pregunta recurrente que nos hacemos es: ¿Qué he de hacer para heredar la salvación eterna? (Mc 10,17). El domingo pasados hemos dicho que la salvación es tema fundamental en nuestra vida, pero no hemos de obtener la salvación como quisiéramos nosotros (Mt 16,32). Dios nos salvara como Él quiere (Cruz) y no como deseamos, salvación, es decir salvación sin cruz. Hoy nos agrega Jesús otro aspecto importante para nuestra salvación: El servicio con amor es opción estratégica para obtener nuestra salvación.

Servir a la comunidad con amor: “Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes… Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican” (Jn 13,13-17).

Mientras caminaban de regreso hacia Cafarnaúm, Jesús observó que sus discípulos discutían nerviosamente. Cuando les preguntó de qué se trataba, callaron avergonzados, pues su discusión versaba sobre quién era el más importante entre ellos. Era evidente que no habían comprendido nada: Jesús da su vida por los hermanos. Entonces el mismo Jesús se lo explicó con luz meridiana: «El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.» (Mc 9,35). La expresión de Jesús es una nueva formulación del principio de la cruz: entregarse a la muerte es servir a todos como si fuéramos el último. Por lo tanto, hay algo esencial en Jesús y en sus discípulos: el servicio a la comunidad. Se podrán hacer muchas elucubraciones teológicas sobre Jesús, discutir este o aquel título bíblico, pero ya tenemos un elemento sumamente concreto sin el cual no podemos "comprender" a Jesús. Y si Jesús es incomprensible sin esta actitud, también lo es el cristianismo y el cristiano en particular. 

El servicio por amor al prójimo por ende a Dios nos pone en el cielo.  Pero, cuidado; donde hay envidias y peleas, hay desorden y toda clase de males, nos advierte Santiago en su carta, no nos encamina a la salvación. Esto puede aplicarse a un grupo, a una familia, o a una comunidad reunida en torno al altar. La envidia todo lo envenena, las relaciones familiares, las relaciones sociales; la envidia arruina la confianza mutua y falsifica y amarga las expresiones de religiosidad. Con razón dice Santiago que con ella entran en el corazón humano “toda clase de males”. Lo contrario de la envidia es la caridad, y si la primera es fuente de conflictos, la segunda lo es de reconciliación. Aquel que ha erradicado de su corazón la envidia “es amante de la paz”, y por eso “los que procuran la paz están sembrando la paz; y su fruto es la justicia”. Porque no puede haber paz verdadera que no se asiente sobre la justicia, de modo que si no hay justicia no puede haber paz.

Dice el Evangelio que Jesús “instruía a sus discípulos”. Los discípulos somos nosotros que, como todos los domingos, nos reunimos para escuchar su Palabra y celebrar la Eucaristía. ¿Cuál es la enseñanza que el Señor quiere transmitirnos hoy? Desde luego no se trata de una doctrina puramente teórica, sino que habla de la vida, del fatal desenlace de la vida de Jesús: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará”. Este es el segundo anuncio de la Pasión que hace Jesús a sus discípulos y en él destaca la responsabilidad de los hombres en la muerte del Señor. No se habla aquí de los ‘judíos’ o de los ‘romanos’ como autores materiales de la muerte de Jesús, sino de los ‘hombres’, para indicar que cada uno ha contribuido con sus pecados a la pasión de Cristo. No vale decir que ‘aquellos’ lo mataron, como si yo tuviera las manos completamente limpias de culpa. El Hijo del hombre fue rechazado por los hombres, y aquí estamos incluidos todos, porque también nosotros, a veces, con nuestra forma de pensar y actuar, le rechazamos prácticamente, cuando no le permitimos que él sea ‘Señor’ de nuestras vidas, cuando no aceptamos su invitación a convertirnos para entrar en el Reino, cuando rehusamos o no estimamos el don de su gracia y de su perdón. Como esto resulta duro de admitir, preferimos no darnos por enterados, preferimos discutir de otras cosas. También a nosotros, como a los apóstoles, nos da miedo preguntarle por su pasión, por las causas que le condujeron a ella y por nuestra parte de responsabilidad en su muerte.

El caso es que, mientras Jesús intentaba hacerles comprender el significado de su pasión y de su entrega a la muerte por todos, los discípulos se entretenían en discutir sobre “quién era el más importante”. Es difícil encontrar en el Evangelio una incomprensión mayor: Jesús habla de su entrega, de su humillación hasta la muerte, y a los discípulos les preocupa el ascenso social, la promoción a los primeros puestos. Da la impresión de que no han entendido una palabra del mensaje del Señor. Lo que Jesús es, dice y hace no ha penetrado todavía en el corazón de los discípulos. Por eso, “se sentó, llamó a los Doce y les dijo: ‘Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Esta es la lógica del Reino de Dios, que nada tiene que ver con el juego de poder de este mundo. Aquí, en la óptica de los criterios y valores mundanos, lo que se cotiza son los primeros puestos, es el hacerse servir y obedecer; los últimos, los pequeños, los humildes, los no ambiciosos... están perdidos, no tienen nada que hacer. En el mundo de los intereses, del rendimiento y de la productividad, los desinteresados, los voluntarios, los serviciales por amor y en gratuidad, son incomprendidos, resultan incómodos. Su reacción es como la de los malvados del libro de la Sabiduría: “Acechemos al justo que se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados... es un reproche para nuestras ideas y sólo verlo da grima; lleva una vida distinta de los demás y su conducta es diferente”.

El servidor: Jesús, como el primer servidor de todos, nos invita a los discípulos a tener una actitud semejante a la suya. El se hizo nuestro servidor, él se puso en nuestras manos, él se entregó a nosotros. Por eso difícilmente puede llamarse discípulo de Cristo aquel que oprime a prójimo o se aprovecha de él o lo explota de cualquier forma. Desde su propio ejemplo, Jesús nos invita a ser serviciales, siempre dispuestos a echar una mano cada uno en la medida de sus posibilidades. No creo que sea exagerado decir que en nuestras iglesias y comunidades parroquiales a veces se ven demasiados ‘señores’ y pocos ‘servidores’; muchos exigen que todo funcione bien pero pocos son los dispuestos a arrimar el hombro. Y, sin embargo, el discípulo de Jesús ha de caracterizarse, si quiere ser fiel a su Maestro, por su disponibilidad para el servicio y la ayuda a los demás. Porque servir a los necesitados es servir a Cristo mismo. Es lo que él quiso decirnos al abrazar a aquel niño como símbolo de todos los necesitados, desamparados y oprimidos de este mundo: “El que acoge a un niño como éste en ni nombre, me acoge a mí” y, en última instancia, acoge al Padre que me ha enviado. Esta es, pues, la enseñanza de Jesús a nosotros, sus discípulos: él se entrega por nosotros, para que nosotros sigamos sus pasos y así participemos de su mismo destino de gloria en la resurrección.

¿De qué discutíais por el camino? Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús, por el camino, va diciendo que "va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará", y ellos, por el camino, discuten acerca de quién es el más importante. Dos actitudes opuestas: Jesús camina impulsado por su amor al Padre y a los hombres, y va a entregar su vida para gloria del Padre y salvación de los hombres, y los discípulos que caminan movidos solamente por su amor propio y buscando exclusivamente su propia gloria. Contemplemos la terrible soledad de Jesús...

Para Jesús lo único verdaderamente importante es el amor, y el servicio es la práctica del amor. Este es el único título de dignidad y de honor y de importancia. Sólo los que aman son ilustrísimos y excelentísimos. Sólo los que aman son los primeros y tienen la preferencia. A los servidores, a los últimos, a los que son capaces de lavar los pies, a los que no viven más que para ayudar, a los que sólo buscan el bien de los demás, a éstos es a los que hay que cuidar y mimar como oro en paño. Solamente a éstos. Lo demás es vanidad, fatuidad, fanfarronería. Para Jesús solamente vale el servicio por amor, el ponerse a los pies del otro, el despojarse de todo rango, el ser menos que nadie, el considerar a los demás más que a uno mismo. Esta es la dignidad de Jesús. Él es el hombre por excelencia y el modelo de todo comportamiento entre los hombres. Él está ahora entre nosotros presidiendo, porque fue capaz de dar su vida por todos, el siervo de sus hermanos. Por eso, si alguno de nosotros se pone delante de los otros, ha de ser sólo para servir.

No entendemos nada, ni aun recibiendo la comunión del Cuerpo entregado por nosotros, de la sangre derramada por nosotros. El que recibe a Jesús, el Siervo, el Servidor, o se pone de rodillas al servicio de los hombres, o contradice la misma comunión que recibe. ¿Cómo se puede comulgar al Servidor creyéndose uno más importante que alguien?

domingo, 8 de septiembre de 2024

DOMINGO XXIV – B (15 de setiembre de 2024)

 DOMINGO XXIV – B (15 de setiembre de 2024)

Proclamación del santo evangelio según San Marcos 8,27-35:

27 Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?.

28 Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas».

29 «Y ustedes, ¿quién dicen que soy? Pedro le contesto: ¿Tú eres el Mesías».

30 Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de él.

31 Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días;

32 y les hablaba de esto con toda claridad. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo.

33 Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».

34 Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.

35 Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará. PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados amigos en el Señor Paz y Bien.

“Dios es amor” (I Jn 4,8). “Nosotros hemos visto y atestiguamos que el Padre envió al Hijo como Salvador del mundo. El que confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, permanece en Dios, y Dios permanece en él” (I Jn 4,14-15). Si Dios es amor; nadie ama lo que no conoce. Si no conocemos a Dios en vamos decimos que conocemos a Dios. “Ustedes, ¿quién dicen que soy yo?" Pedro respondió: "Tú eres el Mesías" (Mc 8,29). La respuesta es correcta, pero ¿Qué entiende Pedro por Mesías? Entiende como todo judío: Un mesías que les salvara de la esclavitud de los romanos que somete a los judíos desde el año 63 A.C. los librara mediante la fuerza (guerra). Los judíos esperan un Mesías héroe, guerrillero. Por eso cuando Jesús  comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con toda claridad. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo (Mc 8,31-32).

El domingo anterior, recordemos que en la parte final del evangelio la gente hizo una profesión colectiva y publica y decían: "Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos" (Mc 7,37). Hoy siguiendo en la misma línea de profesión de fe constamos también la profesión de fe de los apóstoles pero con un matiz muy diverso y sorpresivo.

“Los Judíos lo rodearon a Jesús y le preguntaron: «¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dínoslo abiertamente». Jesús les respondió: «Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Pero, las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí, y ustedes no creen, porque no son de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10,24-27). “Por causa de Jesús, se produjo una división entre la gente” (Jn 7,43). Y Para ti ¿Quién es Jesús?

El evangelio de este domingo lo podemos dividir en dos partes: en la primera, Jesús se revela a sí mismo y nos dice quién es él y cómo debemos pensarlo y concebirlo. En la segunda, él mismo indica quiénes somos nosotros en cuanto, seguidores suyos, qué implica seguirlo y cuándo alguien puede llamarse su discípulo. Esta segunda parte se refiere al verdadero rostro del cristiano.

Mientras Jesús se dirigía hacia la ciudad de Cesarea de Filipo, ciudad construida en el nacimiento del Jordán como homenaje del rey Filipo al César romano, creyó oportuno hacerles a los discípulos la gran pregunta: Qué pensaban de él. La proximidad de la ciudad levantada en homenaje al dominador del pueblo judío, con sus templos paganos y su estilo de vida tan opuesto al ideal judío, parecía casi insinuar la pregunta y poner sobre el tapete la cuestión del Mesías. ¿Hasta cuándo el pueblo de Dios continuaría dominado bajo el yugo romano? ¿Es que Dios se había olvidado de los suyos? ¿No había venido ya Juan, cual nuevo Elías, preparando el camino al Enviado de Dios? ¿No tenía Jesús todas las apariencias y toda la popularidad necesaria como para iniciar la guerra santa y poner en marcha los tiempos mesiánicos?

Seguramente Jesús adivinó aquellos pensamientos que quisieron hacer eclosión después de la multiplicación de los panes, y él mismo introdujo la pregunta; pero no quiso interpelarlos ex abrupto, así que comenzó rodeando el problema con una pregunta introductoria: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ya conocemos la respuesta. Pero la pregunta puesta en boca de Jesús es, de alguna manera, la pregunta que siempre la Iglesia hizo mirando a su alrededor: ¿Qué se piensa en el mundo sobre Cristo? ¿Cómo lo ven los demás pueblos? ¿Qué se opina sobre él en un país cristiano por tradición?

Sería muy interesante averiguarlo, ya que en gran medida la imagen que los hombres tengan de Jesús, proviene de nuestra fe y de nuestro testimonio. ¿Cómo creen que es Jesús quienes nos ven a nosotros como cristianos, es decir, como sus seguidores? De la respuesta que dieron los apóstoles como respuesta "de la gente", se desprende que Jesús puede ocupar en el mundo el sitial de un gran personaje, de un reformador, de un hombre bueno, pero... ¿nada más que eso es Jesucristo? ¿Qué dice la fe cristiana? «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Es la gran pregunta que, tarde o temprano, ha de escuchar la misma Iglesia y cada cristiano. Porque puede suceder que sigamos a Jesús sin saber a quién seguimos, o que llevemos su nombre sin saber qué significa ese nombre y ese hombre.

En efecto, con sinceridad, ¿quién es Jesús para nosotros? ¿Qué esperamos de él? ¿Qué nos impulsa a escuchar su palabra, a bautizar a nuestros hijos, a celebrar ciertas fiestas en su honor? Y se levanta Pedro, que responde con el corazón más que con los labios; más con el sentimiento que con la mente: «Tú eres el Mesías.» Lo que nadie se había animado a decir, lo afirmó él; por primera vez, se atrevió a mirar a Jesús en los ojos y lo urgió a que asumiera su papel: el Mesías liberador del pueblo. Debió de producirse un gran silencio, y Jesús sintió que todas las miradas estaban clavadas en él a la espera de una sola palabra, una orden, un grito para iniciar la gran rebelión.

Una vez más, Jesús, leyendo en el interior de Pedro, comprendió que estaba ante la gran tentación de su vida. Le esperaban el poder, la gloria, las riquezas y los honores. Como nunca, comprendió que la voz del Padre no había sido escuchada por sus discípulos y que a él mismo le era difícil acatarla momento a momento.

Y cuando Pedro pronunció aquella palabra casi tabú: «Mesías», Jesús comenzó a recordar lo que estaba escrito sobre el Mesías en los cánticos del Siervo de Yavé. No era un mesías guerrero, ni un caudillo de la espada, ni un gran conquistador lo que Dios tenía pensado sobre su elegido. Era un hombre que debería asumir en el dolor la tarea de redimir el orgullo humano: «Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos» (primera lectura). Y aun a riesgo de perder su popularidad y hasta esa fe vacilante de los apóstoles, Jesús -nos narra Marcos- les ordenó severamente que no se lo dijeran a nadie. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho; que iba a ser rechazado por los ancianos, que sería condenado a muerte y que resucitaría al tercer día.

Y concluye Marcos: "Se lo explicaba con toda claridad". Como nosotros en Semana Santa ya hemos meditado sobre todo esto, ahora insistiremos en las siguientes ideas:

-Jesús ordena que a nadie digan que él es el Mesías. Fue una manera de decirles: No se os ocurra enseñar jamás que yo soy ese mesías que vosotros estáis pensando ahora. Sí, soy mesías, pero no como vosotros lo pensáis y sentís. El Cristo que deberéis anunciar siempre es el que yo mismo os voy a revelar.

-Y este mesías cristiano está señalado con dos signos característicos: el dolor y el rechazo. No sólo sufrirá mucho, sino que sentirá en carne propia el rechazo de los suyos y la oposición de esa misma gente que se decía religiosa y que ocupaba altos cargos en la nación.

El gran misterio de este texto no está en la incredulidad de los de fuera, sino en la resistencia que la misma Iglesia pone a Jesús como Mesías sufriente y humilde. Tan cierto es esto que -según relato de Marcos- Pedro se enfadó mucho con Jesús, se sintió profundamente defraudado por palabras tan peregrinas, y entonces lo tomó aparte y lo reprendió por lo que estaba diciendo; le discutió ese punto de vista que, bajo ningún aspecto, estaba dispuesto a aceptar.

Jesús comprendió que debía obrar con rapidez y firmeza, y le reprochó aquello mientras miraba a los demás apóstoles, dando a entender que el reproche iba dirigido a todos: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» Satanás ya no viene del mundo exterior sino que se ha infiltrado en la Iglesia de Cristo; más aún, se ha sentado en la misma silla de los jefes religiosos. Satanás, que no puede destruir a Cristo, trata de destruir su verdadera imagen; lo que no pudo lograr con Jesús, tratará de hacerlo con sus seguidores, de Pedro para abajo, del Papa y los obispos hasta el último laico.

La tentación demoníaca se ha hecho carne en la comunidad cristiana y tiene ya una precisa formulación. Hay que rechazar toda forma de cristianismo sufriente, hay que oponerse a que seamos perseguidos por la fe, hay que concluir con las formas humildes y pacíficas. Queremos seguir a Cristo Rey y queremos el poder, tanto el político como el religioso. Queremos gobernar el mundo con el cetro de Cristo; necesitamos bienes y riquezas para expandir el Evangelio y demostrar así quién es el más fuerte y quién el más rico. Si triunfamos, es porque Dios nos bendice...

Ninguno de nosotros ignora que, a lo largo de los siglos, la Iglesia estuvo sometida a la tentación de este Satanás que tan solapada y subrepticiamente se ha escurrido en el templo, en las curias, en las parroquias, en las congregaciones religiosas, en las instituciones cristianas, en la literatura religiosa y en los catecismos. La página de hoy de Marcos es una voz de alarma: ¡Cuidado! ¡Satanás se ha infiltrado en la Iglesia para que rechacemos al Cristo de la humildad, del dolor y de la pobreza! También puede haberse infiltrado en esta pequeña comunidad que hoy está aquí reunida. De aquí la pregunta de Jesús: «¿Quién decen que soy yo?»

2. Quién es discípulo de Jesús: En la segunda parte del texto evangélico, Jesús se dirige no sólo a los apóstoles, sino a toda la multitud de gente que quiera seguirlo. En pocas palabras, nos traza un ideario cristiano que no puede ser otro que el mismo ideario de Jesucristo.

- «El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo». El que quiera seguirme... Cada uno debe elegir entre los pensamientos de Dios y los pensamientos de los hombres sobre el Mesías. Es razonable pensar que haya otras formas más fáciles de vivir una religión; también hay otras maneras de encarar la misión de la Iglesia en el mundo. Jesús no ejercerá el poder para obligarnos a una forma u otra. La decisión la debe tomar cada uno desde su interior. Seguir a Jesús, a este Jesús tal cual él se presenta, debe ser un acto libre y consciente. Debe ser el fruto de una decisión personal. Supone que analicemos el problema, que estudiemos el Evangelio, que comprendamos las palabras de Jesús y que escuchemos otras doctrinas. Y después, decidirnos. Mas quien quiera seguirlo, que sepa que deberá hacerlo de acuerdo con el modo indicado por el mismo Jesús. No podemos fabricar un cristianismo sin este Cristo.

Que se niegue a sí mismo... Renunciar a algo es abandonar una cosa por otra considerada mejor. Pues bien, Jesús nos dice que quien quiera ser su discípulo, debe negarse, renunciar a sí mismo. No sólo a unas horas por el día o a tal descanso, sino a todo, las 24 horas de todos los días.

Alguno podrá pensar que esto ya es inaceptable, pues nos alienaría totalmente. ¿Acaso no se ha afirmado que el cristianismo valora la persona humana y quiere el crecimiento total del hombre? ¿Cómo conciliar dicha afirmación con esta otra de que nos tenemos que renunciar y negar a nosotros mismos? La objeción no es nueva y la respuesta no es tan simple.

En efecto, si la expresión «negarse a sí mismo» significara: anularse a uno mismo como persona, no ser capaz de tomar una decisión, esperar que alguien piense y decida por nosotros, someternos incondicionalmente a la autoridad religiosa y otras cosas por el estilo, es obvio que ningún hombre digno podría aceptarla. Porque de nada nos vale que nos libremos de tal o cual dominación -llámese del pecado o de Satanás- para caer bajo la esclavitud de Dios o de la Iglesia. Un cambio de amo no nos haría más libres. Sin embargo, si hay un dato por demás claro en los evangelios, es que Jesús nos trae la plena libertad como personas y como comunidad. Veamos, entonces, si desde este ángulo arrojamos luz sobre el texto en cuestión.

Jesús ha rechazado como venido del mismo Satanás el reproche de Pedro y su insinuación para que asumiera su mesianismo como una forma de poder. El poder es un «pensamiento de los hombres, no de Dios», es la fuerza que nos esclaviza, el dios que nos aliena. El poder bajo sus diversas formas -político, religioso, económico, social- nos exige la total entrega, impidiendo de esta manera que nos podamos sentir personas libres.

Todo régimen opresor aliena al hombre. Mas hay una particularidad: cuando nos adherimos a esas formas de poder -por ejemplo, del dinero o del status-, no nos damos cuenta de que estamos bajo su dominio; a tal punto nos identificamos con ese poder, que llegamos a tener la ilusión de que somos más en la medida que más disponemos de ese poder. Nos creemos, por ejemplo, más personas por tener más dinero, un cargo importante o un título profesional. Es una trampa sutil, porque el enemigo está dentro de nosotros y se hace pasar por nosotros mismos.

Es que toda tentación externa tiene su aliado en algo que está dentro del hombre: su egoísmo. El egoísmo nos aprisiona y nos traiciona. Pedro y los demás apóstoles corrieron el riesgo de traicionar a Dios y su plan redentor, por egoísmo; Judas traiciona a Jesús por egoísmo; y por egoísmo podemos traicionar a la esposa, a los hijos, a un amigo o a la comunidad entera. Por lo tanto, es inútil pensar en la liberación del hombre -en una liberación de algo exterior al hombre- si no comenzamos por la liberación interior. Digamos que Satanás no sólo se ha infiltrado en la Iglesia como comunidad, sino en cada uno de sus miembros. Y es en el interior de cada uno donde ha de librarse la primera y principal batalla.

Siguiendo estas reflexiones, tratemos de descubrir el sentido de la expresión: «Que se niegue a sí mismo.» Podría ser el siguiente: Quien quiera la liberación que trae Jesús, que comience liberándose en su propio interior de cuantas fuerzas internas lo tienen aprisionado. Que se libere de su mentira, de su orgullo, de su vanidad, de su afán de lucro, de su autosuficiencia...

Para liberarse con Cristo, tendrá el hombre que llenarse del Cristo de la verdad, de la sinceridad, de la entrega, de la pobreza, del amor. Pero la verdad no puede convivir con la mentira, ni la humildad con el orgullo, ni el amor con el odio. No hay, entonces, alternativa posible: o el hombre "se niega a sí mismo" con todo lo que de opresor implica y entonces puede llenarse con la libertad de Cristo; o bien opta por un vivir para sí mismo y rechaza al Cristo de la fe.

Negarse a sí mismo es dejar de vivir para uno mismo. ¿Para quién viviremos, entonces? Para los otros: la esposa, los hijos, los pobres, la comunidad, la humanidad entera. El auténtico cristiano es libre, precisamente porque es libre para darse. No tiene en sí mismo obstáculo alguno que le impida amar.

El pensamiento de Jesús es realmente genial en este pasaje. La vida humana se nos presenta como un enigma que descifrar: ¿Cómo ser libre y feliz? Aparentemente, la respuesta es: afirmando nuestro ego, convirtiéndonos en el centro, acaparando, dominando a los otros para que nos sirvan. Y la respuesta es la inversa: la enigmática respuesta del Hombre Nuevo que nos trae la libertad interior: demos muerte al enemigo que está dentro y desaparecerán todos los enemigos.

-«Que cargue con su cruz y que me siga, porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará.» El enigma de la vida continúa. Las apariencias vuelven a engañarnos. Nada peor y más humillante que nos carguen con una cruz. Y Jesús lo confirma: que nadie te cargue una cruz. Tómala tú mismo. La cruz es un modo de encarar la vida, y ese modo debe ser aceptado desde el corazón. Tomar la cruz es preguntarse cada día: ¿En qué puedo servir a mi hermano? ¿Qué debo dar hoy? ¿Cómo puedo engendrar vida en quien la necesita? Hay quienes se aferran de tal modo a sí mismos, que salvar su vida es su ideal. Todo es pensado y vivido en función de su egoísmo. Para Cristo, ese hombre está perdido; es un pobre hombre.

El discípulo de Jesús arriesga todo por su ideal. Si Cristo lo libera interiormente, justo es que por esa libertad lo arriesgue todo, hasta la misma vida. En efecto, ¿qué valor puede tener una vida sin libertad interior? Dicho lo mismo con otras palabras: hay vivir y vivir, hay vida y vida.

Hay dos maneras de encarar la existencia. El cristiano se decide por la forma de Cristo, aquella que sacrifica todo, que renuncia a todo, por la libertad de amar sin medida. Es la forma más arriesgada, más exigente y más comprometida. Pero está la otra forma... Y en el medio estamos nosotros. El que quiera, dice Jesús, que me siga... La cruz ya está armada, pero nadie nos podrá cargar con ella. Debe tomarla uno mismo. Si uno deja que se la impongan, es un esclavo cristiano. Esclavo al fin... Si no la toma, es esclavo de sí mismo. Si la toma, morirá en ella. Morirá como hombre libre. Esa es la paradoja: “El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará” (Mc 8,35).

domingo, 1 de septiembre de 2024

DOMINGO XXIII – B (08 de Setiembre del 2024)

 DOMINGO XXIII – B (08 de Setiembre del 2024)

Proclamación del Santo evangelio según San Marcos 7,31-37:

7:31 Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.

7:32 Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos.

7:33 Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua.

7:34 Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: "Efatá", que significa: "Ábrete".

7:35 Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.

7:36 Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban

7:37 y, en el colmo de la admiración, decían: "Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos". PALABRA DEL SEÑOR.

Queridos(as) hermanos(as) en el Señor Paz y Bien.

Dijo Jesús: "He venido a este mundo para un juicio. Para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven". Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: "¿Acaso también nosotros somos ciegos?" Jesús les respondió: "Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado” (Jn 9,39-41). El pecado está en que, ven y no creen en lo que ven. Preguntan a Jesús: "Juan el Bautista nos envía, Señor: "¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? En esa ocasión, Jesús curó a mucha gente de sus enfermedades, de sus dolencias y de los malos espíritus, y devolvió la vista a muchos ciegos. Entonces respondió a los enviados: "Vayan a contar a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados y los sordos oyen, los muertos resucitan, la Buena Noticia es anunciada a los pobres” (Lc 7,19-22).

Los discípulos preguntaron a Jesús: ¿Quién ha pecado, él o sus padres, para que este naciera ciego? Jesús respondió: Ni él ni sus padres han pecado para que naciera ciego, sino que este ha nacido ciego para que se manifieste en él, la gloria de Dios” (Jn 9,2-3).

En el evangelio leído hoy se puede notar tres momentos: 1) La descripción (Mc 7,31-32). 2) Los signos y gestos (Mc 7,33-34). 3) Los efectos (Mc 7,35-37).

1. La descripción: “Se marchó de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él” (Mc 7,31-32).

El evangelista Marcos ve la necesidad de dar detalles precisos sobre el sufrimiento del sordo y mudo. En el versículo (Mc 7,32) hace dos afirmaciones concretas sobre la situación del sordomudo. Primero lo describe como un sordo que además hablaba con dificultad. Se trata de una persona que no oye y que se expresa con unos sonidos confusos, guturales de los cuales no se consigue captar el sentido. Pero en segundo lugar él especifica que le ruegan a Jesús que imponga la mano sobre él. Se nota también que este hombre no sabe siquiera qué es lo que quiere puesto que es necesario que otros lo lleven hasta donde Jesús. El caso en sí es bien desesperado.

2. Los signos y gestos: “El, apartándole de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: «Effatá», que quiere decir: ¡Ábrete! Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente” (Mc 7,33-35). Jesús, apartándose de la gente a solas con este enfermo de incomunicación lo lleva de un espacio de bullicio a otro espacio de silencio que supera el silencio absurdo al que ha sido sometido este hombre por su enfermedad. Jesús lo lleva a un nuevo silencio, un silencio que brota de la comunión íntima entre los dos. Esta toma de distancia de la multitud lleva al sordomudo a una nueva experiencia, a abrir también los oídos a un nuevo conocimiento de Dios que se revela a través del interés, de la delicadeza que Jesús muestra amablemente por él. 1) Le introduce los dedos en las orejas para volver a abrirle los canales de la comunicación. 2) Le unge la lengua con saliva para transmitirle su misma fluidez comunicativa en la que expresa toda la riqueza que lleva dentro. Jesús le da su propia comunicación, su capacidad de hablar desde el fondo del misterio.

¿Cómo describir la intensa identificación entre Jesús y el sordomudo? La increíble manera que Jesús tiene de entrar en la vida de una persona encerrada en su propio mundo, en su inercia para sacarla de allí, no de una manera superficial sino para hacer que se exprese de una manera clara como lo hacía el mismo Jesús que se relacionaba con Dios, con los pecadores, con los enemigos, con los niños, con los grandes sin ninguna dificultad. Y ¿Cómo expresarle amor a quien se ha bloqueado, a quien se ha encerrado en sí mismo sino con gestos físicos concretos? Jesús comienza con la sanación de la escucha y luego como consecuencia la sanación de la lengua. Primero saber oír para después poder hablar. La comunicación no es solamente física sino una comunicación profunda de corazón en la que Jesús capta lo hondo del corazón de este enfermo y le da voz en su propia oración. Este suspiro de Jesús indica la plenitud interior del Espíritu Santo en Jesús.

Effatá. Esta misma orden fue desde muy antiguo pronunciado en la liturgia del bautismo en el rito de iniciación cristiana de adultos. E inmediatamente después del imperativo, el evangelista nos describe el relato sin perder la finura. El milagro se describe en tres pasos: en primer lugar como una apertura: se le abrieron sus oídos. Se describe como una soltura de la lengua, como un nudo complicado que después se desata. Apertura, soltura de la lengua y capacidad de expresión correcta. Esto es lo que sucede en este hombre.

3. Efectos: “Jesús les mandó que a nadie se lo contaran. Pero cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban. Y se maravillaban sobremanera y decían todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7,36-37). La capacidad de expresión del sordomudo de repente se vuelve contagiosa. Todo el mundo se vuelve comunicativo. Se caen las barreras de la comunicación, la palabra se expande como el agua que ha roto las barreras de un dique. La gente queda tremendamente maravillada: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7,37).

Hay algo de terrible en el mundo del sordomudo, sobre todo si consideramos al sordomudo del tiempo de Jesús, que no disponía de los medios modernos de comunicación especial. Y tal era el hombre a quien Jesús separó de la multitud para curar, y tal es cada hombre cuando es separado para el acto de fe y deI bautismo.

En la antigüedad, a los que se preparaban para el bautismo se los llamaba precisamente «catecúmenos», palabra griega que significa literalmente: «los que escuchan», o sea, los que tienen los oídos abiertos. Y no solamente se les permita escuchar la Palabra de Dios, sino también hacer profesión de su fe, soltándoseles la lengua para proclamar el padrenuestro y el credo. Toda la preparación del catecúmeno iba encaminada, pues, a revivir lo que nos narra hoy Marcos: liberar al hombre abriendo su oído y soltando su lengua. Podemos ahora preguntarnos qué implica esta liberación que nos trae Jesucristo

La sordera del espíritu: ¿Cómo la podemos describir? Fundamentalmente es un cerrarse totalmente a Dios y a los demás hombres. Es la persona que edifica su vida teniéndose en cuenta sólo a sí misma. Vive como si estuviera sola en una isla: los demás son un estorbo. El sordo espiritual está cerrado al punto de vista de los demás y es incapaz de mirar una verdad desde otro ángulo o dimensión. El es así, así aprendió las cosas, así encara la vida y no tiene disposición alguna para cambiar. El es el único criterio para juzgar la conveniencia o no de tal acción o empresa. Sólo sus intereses están en juego.

El sordo de espíritu es un sectario: tiene su verdad como si fuese la única; es irreductible en sus ideas, es un fanático. No escucha razones ni quiere escucharlas. No puede comprender que una verdad puede ser vista desde otro ángulo, según otra cultura, con otro lenguaje, según otras circunstancias. Es tradicionalista a muerte: lo que una vez recibió, allí queda fijado para siempre; no tiene elasticidad para el cambio. Es rígido y severo en sus juicios. No tiene matices en sus ideas ni en sus juicios. No comprende que -salvo en casos excepcionales- todo es relativo según el hombre que mira, según su modo de ser, su edad, sexo o cultura.

Este sordo puede leer o hablar con los demás, puede participar en reuniones o asistir a charlas o conferencias, pero jamás escuchará al otro. Al final concluirá diciendo: Esto me da la razón, esto confirma lo que tengo pensado. Todos son unos charlatanes. El único que comprende bien las cosas soy yo.

Y de la misma forma se comporta con Dios. Ya en el Antiguo Testamento los profetas echaron en cara al pueblo ésta su dureza de corazón para escuchar al Señor. Y Jesús hará el mismo reproche a sus contemporáneos: constituyen una sociedad que se ha anquilosado, que se ha enquistado en su pecado. Tienen obstinación y mala voluntad. Su sordera actúa a base de prejuicios, pronta a condenar y a sospechar, lista para liquidar a quien intente interrumpir su monólogo.

Los sordos de espíritu pueden concurrir todos los domingos a misa, escuchar la predicación, leer la Biblia o determinado libro. Pero nada hay en sus vidas que haga sospechar de algún cambio. Observemos este caso de sordera espiritual: nunca como en estos últimos treinta años se han publicado tantos documentos de la Iglesia sobre la paz, el desarrollo de los pueblos, la renovación, el ecumenismo, el diálogo, etcétera. Y podemos preguntarnos: ¿Fueron escuchados o nos hemos hecho los sordos? Lo que sucede es que la sordera espiritual no es, como la física, una simple incapacidad estática de escuchar; es, al contrario, una fuerza que nos impide escuchar, fuerza centrípeta que nos vuelca más y más sobre nosotros mismos. Con tal sordera nada hay que nos saque de nuestro aburguesamiento, y cuando aparece tal documento o texto bíblico, ya tenemos el argumento a mano para esquivar el mensaje. Hasta llegamos a pensar que tales palabras son muy buenas y sensatas, pero no para nosotros, pues no las necesitamos.

Hay un íntimo orgullo en el sordo de espíritu; hay una profunda egolatría. Por eso levanta murallas frente a los demás. Sólo sabe mirar a los demás de arriba abajo, pero jamás sentirá la necesidad de mirar hacia arriba para recibir algo de los otros. Así, hay sordos que hasta saben dar o pretender exclusivamente dar. Ellos son maestros. Han nacido para enseñar a los demás, pero no saben recibir. Nada tienen que aprender, por eso son «pobres de espíritu» en el peor de los sentidos: día a día se empobrecen espiritualmente al beber sólo de la fuente de su ego. Pues bien: Cristo nos libera de esta sordera del espíritu. Nos da la capacidad de escuchar. Más aún, nos da la libertad para escuchar.

¿Es que, acaso, hace falta ser libres para escuchar? ¿Libres de qué y para qué? Para poder escuchar, necesitamos liberarnos de nosotros mismos, del miedo a enfrentarnos con la verdad. El sordo de espíritu, detrás de su arrogancia y egolatría, tiene miedo; por eso se encierra en sí mismo, pues presiente que todo su edificio puede venirse abajo si se coteja con otras ideas y con otros esquemas. En cambio, un hombre interiormente libre no teme enfrentarse con palabra alguna, así venga de Dios o del demonio, de la derecha o de la izquierda. Por eso el auténtico cristiano es capaz -al gozar de esta libertad- de ponerse en contacto con otras ideas, con otras confesiones religiosas, con otros pensamientos filosóficos. Precisamente porque busca con sinceridad la verdad, escucha. Recuerda siempre aquello del Evangelio de Juan: el Espíritu, como el viento, sopla donde quiere, y en cualquier parte podemos hallar un hálito de su verdad.

Diríamos que el hombre libre sabe escuchar en silencio, desde sí mismo, al otro. Escucha y reflexiona; no toma decisiones apresuradas ni emite un juicio antes de tiempo. Se deja invadir por la palabra del otro para ver las cosas desde el punto de vista del otro. El suyo es un escuchar sereno y tranquilo; no está la polémica a las puertas ni replica a todo lo que se le dice. Es capaz de llegar a pensar así: «El otro puede tener razón; ese punto de vista es interesante; esto nunca lo hubiera imaginado.» De la misma forma escucha a Dios; no es un fanático para decir que todo está bien ni que todo está mal.

Hace silencio interior y deja que penetre la voz del Evangelio. Escucha sin interpretar literalmente; escucha en libertad: sin dejar de ser lo que es, con su propio punto de vista, con su esquema cultural, pero tratando de encontrar el punto de vista de Dios, que hace que una palabra sea divina. Por eso, a este hombre que escucha así y en esta libertad, Jesús lo llama «discípulo», palabra latina que significa: el que aprende, el que sabe mirar al otro desde abajo, el que recibe del otro. No se siente autosuficiente. Es un discípulo o un catecúmeno: alguien abierto a una verdad que lo trasciende. Cuando en una comunidad cristiana existe esta libertad interior para escuchar: qué sereno es el diálogo, cómo se respeta y valora al otro; cómo crece la riqueza de la palabra divina; qué madurez frente a las opiniones distintas de los demás. Nadie se siente perseguido por sus ideas o por pensar más o por pensar de otro modo. La libertad nos mantiene serenos, comprensivos y prudentes. Jesucristo nos ha liberado para oír. Y eso que oímos de corazón y que penetra en nuestro caudal de pensamiento, continúa y ahonda el proceso de liberación.

Libres para hablar: La liberación de Jesús afecta también a nuestra lengua, pues la liberación del oído sin la de la lengua es incompleta y hasta peligrosa. En efecto, ¿cómo podremos sentirnos enteramente libres si se nos prohíbe expresarnos y comunicar a los demás nuestros pensamientos, proyectos y modo de ver las cosas? ¿En qué termina la libertad de escuchar si solamente se nos considera discípulos que deben recibir y se nos prohíbe dar y aportar a los demás y a esas mismas personas que nos dan? Existe, entonces, un mutismo del espíritu. Veamos cómo se expresa en algunas de sus formas.

Hay un mutismo que nace del orgullo. A veces alguien le niega la palabra a otro por considerarlo inferior. «A éste, ni vale la pena dirigirle la palabra», se suele decir. Es un mutismo bastante frecuente: hablamos con los importantes, con los ricos, con la gente de nuestra categoría social; pero nos avergonzamos de dirigir la palabra, por ejemplo, a alguien que consideramos de menor cultura, menos inteligente o extranjero.

Concluyendo... Cuando fuimos bautizados, pequeños aún, Cristo nos llamó a la libertad para escuchar y para hablar. Hoy tomamos conciencia de cuántas cosas implica dicha libertad, y cómo esa libertad interior es la base para el diálogo y la comunicación. Jesús no quiere una comunidad de ovejas mudas y sumisas que sólo saben decir amén; una comunidad donde los laicos solamente pueden oír pero sin expresarse. Hoy se nos urge a este mutuo esfuerzo de escuchar a los demás desde el corazón, y de comunicar nuestra palabra con humildad y valentía. Esta libertad interior es el signo de que Jesús es el Salvador y de que estamos viviendo su tiempo, el tiempo anunciado por Isaías: El tiempo del Mesías. 

domingo, 25 de agosto de 2024

DOMINGO XXII – B (01 de Setiembre del 2024)

 DOMINGO XXII – B (01 de Setiembre del 2024)

Lectura del santo evangelio según san Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23

7:1 Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús,

7:2 y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar.

7:3 Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados;

7:4 y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras y de la vajilla de bronce.

7:5 Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: "¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?"

7:6 Él les respondió: "¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Isaías 29, 13 Mateo 15, 8-9

7:7 En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Isaías 29, 13 Mateo 15, 8

7:8 Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres".

7:14 Y Jesús, llamando otra vez a la gente, les dijo: "Escúchenme todos y entiéndanlo bien.

7:15 Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre.

7:21 Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios,

7:22 los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino.

7: 23 Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre" PALABRA DEL SEÑOR.

Estimados hermano Paz y Bien.

El Evangelio será, en definitiva, esto: la revelación de que el Reino de Dios es todo  aquello que haga a los hombres más humanos; la revelación de que el camino de Dios es  combatir todo lo que hace daño al hombre y dedicarse a todo lo que le hace bien: el amor. El Evangelio será revelar que  Dios no manda cosas arbitrarias e injustificables, sino tan sólo lo que humaniza y realiza al  hombre. Eso es, al fin y al cabo, lo que Jesús enseño y vivió. Y todo hombre limpio de corazón, aunque no sea creyente, si lee el Evangelio fácilmente  reconocerá que en él se revela lo más auténtico del ser hombre.

No las leyes y ritos que no santifican sino la vida ceñida en el amor: la fe en Jesús no tiene su  fundamento en leyes y ritos sino en sacar de nosotros todo aquello que nos contamina:  todo aquello que nos estropea por dentro, y sobre todo aquello que hace daño a los demás,  sea por acción o por omisión. La lista que hace Jesús es muy significativa, y afecta a la  relación personal, a la vida de matrimonio, a la vida económica y laboral, a todo lo que  hacemos (Mt 15,19).

Es aquí, en todas las realidades y aspectos de nuestra vida de cada día, donde  se juega la realidad o la falsedad de nuestro seguimiento a Jesús. Y aquí irá bien leer la  claridad y contundencia con que Santiago, en la segunda lectura, expresa cuál es "la  religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre", en perfecta sintonía con lo que ha  dicho Jesús en el evangelio de hoy.

Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede hacerlo impuro; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre. Porque es del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre" (Mc 7,15-23). “Haz una obra de caridad con amor de lo que tienes y todo será puro” (Lc 11,41).

Las lecturas de hoy nos hablan de la Ley de Dios y de los legalismos y anexos que se le habían ido haciendo a esa Ley divina a lo largo del tiempo, hasta que Jesús decide desglosar de todo lo que los hombres le habían ido agregando. Dios entregó a Moisés la ley para el cumplimiento estricto de todos: del viejo pueblo de Israel y del nuevo pueblo de Israel, que es hoy la Iglesia de Cristo.  Más aún, es una Ley tan sabia, tan prudente y tan necesaria que es indispensable seguirla, tanto para el bien personal y como para el bien de los grupos, pequeños o grandes, y hasta para el bien mundial.

Por eso, aparte de estar esa Ley escrita en las piedras que Dios entregó a Moisés en el Monte Sinaí, está también inscrita en el corazón de los seres humanos ( Ez 36,26).  Y cuando nos apartamos de esa Ley, porque creemos encontrar la felicidad fuera de ella, nos hacemos daño a nosotros mismos y hacemos daño a los demás. Porque aquello que hace feliz y no santifica es falso.

Y la Palabra de Dios, en la cual está contenida esa Ley, ha sido sembrada en nosotros para nuestra salvación, como nos lo recuerda el Apóstol Santiago en la Segunda Lectura (St. 1, 17-18.21-22.27): “ha sido sembrada en ustedes y es capaz de salvarlos”.   Es por ello que nos recomienda ponerla en práctica y no simplemente escucharla y hablar de ella (Rm2,13).

Moisés, quien había recibido las instrucciones directamente de Dios, había instruido al pueblo así: “No añadirán nada ni quitarán nada a lo que les mando” (Dt 4,2).

Pero sucedió que, a lo largo del tiempo, se fueron anexando a la Ley una serie de detalles minuciosos prácticamente imposibles de cumplir (248 mandamientos positivos,365 mandamientos prohibitivos, que suman un total de 613 mandamientos) , además de interpretaciones legalistas y absurdas que hacían perder de vista el verdadero espíritu de la Ley.

Por todo esto Cristo tuvo que aclarar bien lo que era la Ley y lo que eran los anexos y legalismos.  Y tuvo que ser sumamente severo contra los Fariseos, que regían la vida religiosa de los judíos, y contra los Escribas, que eran los que fungían de intérpretes de la Ley. (Mt. 23, 1-34 y Lc. 11, 37-47) Tal es el caso que nos narra San Marcos en el Evangelio de hoy (Mc. 7, 1-8.14-15.21-23):  en una ocasión los discípulos de Jesús no cumplieron las normas de purificación de manos y recipientes, según se exigía de acuerdo a estos anexos y legalismos.

Ante el reclamo de unos Escribas y Fariseos, el Señor les responde algo bien fuerte: “¡Qué bien profetizó de ustedes Isaías! ¡hipócritas!  cuando escribió:  Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí ... Ustedes dejan de un lado el mandamiento de Dios para aferrarse a las tradiciones de los hombres” (Is 29,13;Mt 15,7).

A juzgar por la respuesta de Jesús, definitivamente se habían agregado cosas humanas a la Ley divina.  No habían cumplido lo que Moisés, por orden de Dios, había instruido:  no quitar ni agregar nada a la Ley.  Y por eso habían puesto cargas tan pesadas que ni ellos mismos cumplían.  Y cada vez que le reclamaban a Jesús el incumplimiento de estas cargas absurdas, con gran severidad les iba tumbando todos los legalismos y anexos que habían ido agregando a la Ley de Dios.

En otra oportunidad fue Jesús mismo quien se sentó a la mesa, precisamente casa de un Fariseo, sin la rigurosa purificación exigida.  Al anfitrión reclamarle, Jesús no se midió en su respuesta, ni siquiera por ser el invitado: “Eso son ustedes, fariseos.  Purifican el exterior de copas y platos, pero el interior de ustedes está lleno de rapiñas y perversidades.  ¡Estúpidos! ... Según ustedes, basta dar limosna sin reformar lo interior y todo está limpio” (Lc. 11, 37-41).   Ver también Mt. 23, 1-37.

Por eso Jesús les insiste en este Evangelio que lo importante no es lo exterior sino lo interior.  Lo importante no son los detalles que se habían inventado, sino el corazón del hombre.  Es hipocresía lavarse muy bien las manos y tener el corazón lleno de vicios y malos deseos.  Es hipocresía aparentar por fuera y estar podrido por dentro.  Lo que hay que purificar es el interior, lo que el ser humano lleva por dentro:  en su pensamiento, en sus deseos.  Los pecados brotan del interior, no del exterior...

Por eso, para corregir el legalismo absurdo, dice Jesús: “Escúchenme todos y entiéndanme.  Nada que entre de fuera puede manchar al hombre; lo que sí lo mancha es lo que sale de dentro, porque del corazón del hombre salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad.  Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre”.  Son todas cosas que nos ensucian y que debemos expulsar de nuestro interior para no estar manchados.

Nosotros tal vez no tengamos legalismos agregados, pero sí podríamos revisar nuestro interior a ver si tenemos cosas de esas que nos ensucian.  Y entonces limpiarnos con el arrepentimiento y la confesión.

La Segunda Lectura de la Carta del Apóstol Santiago (Stgo. 1, 17-18; 21-22.27) nos recuerda la importancia de “aceptar dócilmente la palabra que ha sido sembrada” en nosotros, y que no basta escucharla, sino que hay que ponerla en práctica, sobre todo en obras de justicia, caridad y santidad: “visitar a huérfanos y viudas en sus tribulaciones, y guardarse de este mundo corrompido”.

“Este mandamiento que hoy te prescribo no es superior a tus fuerzas ni está fuera de tu alcance. No está en el cielo, para que digas: "¿Quién subirá por nosotros al cielo y lo traerá hasta aquí, (Romanos 10, 6-7) de manera que podamos escucharlo y ponerlo en práctica?" Ni tampoco está más allá del mar, para que digas: "¿Quién cruzará por nosotros a la otra orilla y lo traerá hasta aquí, de manera que podamos escucharlo y ponerlo en práctica?". No, la palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la practiques” (Dt 30,11-13).