DOMINGO VIII - A (2 de marzo del 2014)
Proclamación del Evangelio: Mt 6,24-34:
En aquel
tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Nadie puede servir a dos señores, porque
aborrecerá a uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y
menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero. Por eso les
digo: No se inquieten por su vida, pensando qué van a comer, ni por su cuerpo,
pensando con qué se van a vestir. ¿No vale acaso más la vida que la comida y el
cuerpo más que el vestido?
Miren los
pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y
sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes
acaso más que ellos? ¿Quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede añadir
un solo instante al tiempo de su vida? ¿Y por qué se inquietan por el vestido?
Miren los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo les
aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de
ellos.
Si Dios
viste así la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será echada al
fuego, ¡cuánto más hará por ustedes, hombres de poca fe! No se inquieten
entonces, diciendo: «¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?».
Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre que está en el
cielo sabe bien que ustedes las necesitan.
Busquen
primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura. No
se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada
día le basta su aflicción. PALABRA DEL SEÑOR.
REFLEXIÓN
No se puedo renunciar a la alegría de hoy pensando en lo
que pueda sucedernos mañana un problema, aunque
es cierto, cada día tiene sus alegrías y sus problemas. El consejo de Jesús
es que optemos hoy por la providencia de Dios y con alegría. Porque hoy despertamos con vida, hoy podemos
movernos, hoy podemos disfrutar del calor del sol y de la familia, hoy podemos abrazar
a quien más queremos, hoy podemos sentirnos amados, podemos decir te perdono,
hoy podemos regalar una sonrisa de paz y perdón. Porque nada nos asegura que mañana
despertaremos con vida, así que, por qué y para qué preocuparnos de esa
realidad que aún no existe.
El Evangelio de hoy, puede parecernos un tanto extraño, porque Jesús
nos propone como punto de partida un principio básico: "No se puede servir
a Dios y al dinero, no se puede tener dos amos" (Mt 6,24). Luego nos
propone un abandono total en su amor providente que no es fácil asimilar. Lo
que intenta Jesús, en realidad, es mostrarnos el camino de la libertad y de la
felicidad, pero lo hace con una serie de expresiones que chocan ciertamente
nuestra mentalidad y nuestra cultura pragmática del hacer y el tener, una
cultura materialista.
El Papa Francisco dijo algo importante y con mucha razón en su Exhortación
Apostólica Evangelli Gaudium: “El gran
riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una
tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda
enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida
interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los
demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza
la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los
creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y
se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de
una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la
vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.
Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se
encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al
menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día
sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para
él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor» (AAS 67).
Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso
hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos (Lc
15,20). Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado
engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para
renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame
una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él
cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de
perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia.
Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da
ejemplo: Él perdona setenta veces siete (Lc 23,34). Nos vuelve a cargar sobre
sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga
este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver
a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede
devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos
declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos
lanza hacia adelante!
Los libros del Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de la
salvación, que se volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El profeta
Isaías se dirige al Mesías esperado saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste
la alegría, acrecentaste el gozo» (Is 9,2). Y anima a los habitantes de Sión a
recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y de júbilo!» (Is 12,6). A quien
ya lo ha visto en el horizonte, el profeta lo invita a convertirse en mensajero
para los demás: «Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con
voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén» (Is 40,9). La creación entera
participa de esta alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra!
¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su
pueblo, y de sus pobres se ha compadecido» (Is 49,13).
Zacarías, viendo el día del Señor, invita a dar vítores al Rey que
llega «pobre y montado en un borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita de
alegría, Jerusalén, que viene a ti tu Rey, justo y victorioso!» (Za 9,9). Pero
quizás la invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías, quien nos
muestra al mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de alegría que quiere
comunicar a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de vida releer este texto:
«Tu Dios está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti, te
renueva con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo» (Sof 3,17). Es la
alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como
respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida
de tus posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día» (Si
14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!
El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente
a la alegría. Bastan algunos ejemplos: «Alégrate llena de gracia» es el saludo
del ángel a María (Lc 1,28). La visita de María a Isabel hace que Juan salte de
alegría en el seno de su madre (Lc 1,41). En su canto María proclama: «Mi
espíritu se estremece de alegría en Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Cuando Jesús
comienza su ministerio, Juan exclama: «Ésta es mi alegría, que ha llegado a su
plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc
10,21). Su mensaje es fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi
alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra
alegría cristiana bebe de la fuente de su corazón rebosante. Él promete a los
discípulos: «Estarás tristes, pero su tristeza se convertirá en alegría» (Jn
16,20). E insiste: «Volveré a verlos y se alegrará su corazón, y nadie les
podrá quitar su alegría» (Jn 16,22). Después ellos, al verlo resucitado, «se
alegraron» (Jn 20,20). El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que en la
primera comunidad «tomaban el alimento con alegría» (Jn 2,46). Por donde los
discípulos pasaban, había «una gran alegría» (Jn 8,8), y ellos, en medio de la
persecución, «se llenaban de gozo» (Jn 13,52). Un eunuco, apenas bautizado,
«siguió gozoso su camino» (Jn 8,39), y el carcelero «se alegró con toda su
familia por haber creído en Dios» (Jn 16,34). ¿Por qué no entrar también
nosotros en ese río de alegría?” (EG 2-5).
En el mensaje del evangelio de hoy, Jesús nos invita y quiere vernos
libres y felices sin esas angustias de cada día: “No se inquieten entonces,
diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?. Son los
paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre que está en el cielo sabe
bien que ustedes las necesitan” (Mt 6,31-32). Pero la realidad hace difícil
digerir estas normas y criterios de Jesús. Nosotros buscamos más nuestra
felicidad en tener cada día más, que en abandonarnos en las manos de Dios. Siento
que este desconcierto depende de que no leemos atentamente el final del
evangelio de hoy: “Que sobre todo, busquemos el reino de Dios y su justicia,
porque lo demás se nos dará por añadidura.” (Mt 6, 33).
¿Por qué andamos todos tensos, nerviosos, estresados e incluso
depresivos, que parece ser la enfermedad moderna de la sociedad? Porque
construimos nuestro mundo sobre la arena, Por qué no construimos nuestra casa
sobre la roca que es Cristo Jesús? (Mt 7,24) , pero con nuestros criterios
donde cada uno trata de acaparar lo más posible sin tener en cuenta a los
demás. Mientras que el reino de Dios, que Jesús nos dice que tratemos de
construir, es el mundo nuevo de la fraternidad y de la justicia y de la
igualdad y solidaridad entre todos.
Abandonarse simplemente en manos de la providencia no es una
invitación a la pasividad o quedarnos con las manos cruzadas, a dejarnos llevar
y esperar a que lluevan panes del cielo; es comprometernos a recoger esos panes
y hacer que llegue pan a todos. La justicia social es el único camino para un
mundo mejor y más humano. Hay una
frase en el Evangelio de hoy no fácil de entender: “Sobre todo, buscad el reino
de Dios y su justicia, lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6,33).
¿Quién es
capaz de abandonarse en la providencia de Dios seguro de que nada nos ha de
faltar aunque nosotros no nos preocupemos? Creo que todavía somos muchos los
que preferimos el refrán de “Tanto tienes y tanto vales”. Que aplicado a la
vida nosotros traducimos: “Está bien fiarnos de Dios, pero yo me siento más
seguro confiando en mis propias fuerzas y en mis propios esfuerzos”. En el
fondo quiere decir que no nos fiamos de verdad de Dios. No creemos de verdad de
Dios. Sin embargo, según Jesús, lo fundamental es ponernos en las manos de
Dios, porque fiándonos de Él el resto vendrá por su cuenta. Que en el fondo es
lo que vivió Jesús. Incluso muriendo en la Cruz, todo lo puso en manos de Dios:
“En tus manos pongo mi espíritu.” Diremos que de poco le sirvió porque Dios no
le bajó de la cruz, pero nos olvidamos que fue Dios quien se hizo cargo de la
vida de Jesús hasta resucitarlo. ¿Crees que Dios puede darte la espalda a la
hora de la verdad?
¿No se fía
de su padre el niño pequeño? Y el padre, por bueno que sea, puede fallarle.
Pues nosotros somos hijos de Dios. ¿Nos fiaremos como nos fiamos de nuestro
padre? “Si Dios
viste así a la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será echada al
fuego, ¡cuánto más hará por ustedes, hombres de poca fe! (Mt 6,30). Al respecto, el Gran apóstol
San Pablo exclama de gozo y dice: ¿Qué diremos después de todo esto? Si Dios
está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no escatimó a su
propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos concederá con él
toda clase de favores? ¿Quién podrá acusar a los elegidos de Dios? Dios es el
que justifica. ¿Quién se atreverá a condenarnos? ¿Será acaso Jesucristo, el que
murió, más aún, el que resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por
nosotros? ¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las
tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los
peligros, la espada? Como dice la Escritura: Por tu causa somos entregados
continuamente a la muerte; se nos considera como a ovejas destinadas al
matadero. Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que
nos amó. Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles
ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales,
ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del
amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,31-39).